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Columna
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Norma y no excepción

En la experiencia democrática española iniciada tras la muerte del general Franco, la renovación en el liderazgo ha sido siempre un asunto traumático en todos los partidos políticos. Lo fue en grado sumo en el primer partido de gobierno de España, la UCD. La sustitución de Adolfo Suárez por Landelino Lavilla en la presidencia del partido en el Congreso de Palma de Mallorca en el otoño de 1980 y por Leopoldo Calvo-Sotelo en la presidencia del Gobierno en febrero de 1981, con intento de golpe de Estado incluido, es el caso más extremo. Pero crisis sucesorias las ha habido en todos: la sucesión de Santiago Carrillo en el PCE y Antonio Gutiérrez en el PSUC llevó a ambas formaciones de los 23 escaños de las elecciones de 1979 a los 4 de las de 1982; la ruptura del PNV y el nacimiento de Eusko Alkartasuna en la primera mitad de los ochenta y las tensiones que continúa habiendo en el interior del PNV tras la sustitución de Xavier Arzalluz por Josu Jon Imaz y la renuncia de éste, que no las ha resuelto, como estamos teniendo ocasión de comprobar estos días; la fallida sucesión de Jordi Pujol en CiU, preanunciada por la prejubilación de Miquel Roca en los noventa; por no hablar de los problemas permanentes de Esquerra Republicana o del Partido Andalucista y en menor medida pero también, en el Bloque Nacionalista Galego con la sustitución de Beiras. La enumeración es ejemplificativa.

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En el PSOE, las crisis de sucesión en la secretaría general no han sido de poca entidad. La sustitución de Llopis por Felipe González se tradujo en la concurrencia de un PSOE-H junto al PSOE a secas en las elecciones constituyentes de 1977. La dimisión de Felipe González como consecuencia de la polémica sobre la "renuncia al marxismo", puso al PSOE al borde del precipicio a finales de los setenta. Y la sustitución definitiva de Felipe González tras la derrota de 1996 por Joaquín Almunia no pudo ser más turbulenta: bicefalia tras la victoria de Josep Borrell en las primarias pero sin ocupar la secretaría general, dimisión de Josep Borrell como candidato a la presidencia del Gobierno, derrota apabullante del PSOE en las elecciones de 2000, dimisión de Joaquín Almunia, nombramiento de una gestora presidida por Manuel Chaves, convocatoria de un Congreso Extraordinario en el que salió elegido José Luis Rodríguez Zapatero por los pelos. Al final la crisis se resolvió bien, pero me imagino que a los dirigentes del PSOE se les ponen los pelos de punta nada más que de pensar que puedan volver a encontrarse en otra situación similar.

Quiero decir que lo que está ocurriendo en el PP no es algo excepcional, sino todo lo contrario. Por lo que está pasando el PP han pasado todos los demás partidos. Lo que ocurre es que mal de muchos no es consuelo de personas inteligentes.

En el PP, además, la solución de la crisis, que es la crisis de sustitución del liderazgo de José María Aznar, se complica por la confluencia de dos circunstancias:

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1ª La cultura fuertemente presidencialista, por no decir autoritaria, del PP, que no ha sido negativa en el proceso de afirmación inicial de AP como partido dominante en la derecha española, ocupando parcialmente el espacio de UCD a partir de 1982, y como partido hegemónico en dicho espacio tras su refundación como PP en 1989. La autoridad indiscutida de Manuel Fraga permitió la designación incontestada de José María Aznar y le concedió tiempo suficiente para su consolidación en la presidencia del partido hasta que consiguió llegar a la presidencia del Gobierno. Tras el fracaso de la sustitución de Aznar por Mariano Rajoy, esa cultura autoritaria es un obstáculo para la renovación del liderazgo.

2ª La existencia de barones o baronesas regionales con mucho poder democráticamente legitimado. Cuando Manuel Fraga designó a José María Aznar, AP/PP no tenía prácticamente ningún poder. No era una alternativa, sino una expectativa de Gobierno. No había, en consecuencia, competición para ocupar la presidencia del partido y el margen de libertad de que disponía el presidente para designar a su sucesor era casi absoluto.

Hoy es completamente distinto. En el PP hay dirigentes contrastados y con una base de poder propio importante y, en consecuencia, en la propia naturaleza de las cosas está que exista una competición por ocupar la presidencia del partido como antesala a ser candidato a la presidencia del Gobierno. Es la propia fortaleza del PP frente a la debilidad de AP la que posibilita que se le plantee este problema.

Con esta situación no se ha enfrentado nunca la derecha española en democracia. De cómo la resuelva va a depender que pueda ocupar la posición de caballo ganador en la próxima competición electoral o de que se prolongue su permanencia en la oposición con costes añadidos indeterminables pero seguros.

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