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Columna
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El agua como bandera

El consejero de Medio Ambiente, José Ramón García Antón, reconoce en público, sin ambages, que la Comunidad Valenciana, "salvo algún caso puntual", no tiene problemas de abastecimiento de agua. La ausencia de los mismos, sin embargo, no le impide la exigencia de soluciones. ¿Cuáles? "Las que (el Gobierno) da a los demás", dice refiriéndose a la prolongación del minitrasvase del Ebro que desde 1989 abastece a Tarragona hasta Barcelona. La diferencia, hasta el consejero lo asume, es que la capital de Cataluña tendrá a partir de este otoño restricciones en el consumo y la Comunidad Valenciana -"salvo casos puntuales"- lleva años sin sufrir cortes de agua. ¿Se pueden pedir soluciones idénticas a problemas diferentes? En la política valenciana, sí. Un alto cargo del Consell, a cuenta de la nueva guerra del agua, reflexionaba en voz alta: "No sé si conseguiremos recuperar el trasvase del Ebro, ni tan siquiera sé si lograremos una gota de agua más; pero manantiales de afecto nos van a llegar de todas partes". Tradúzcase "manantiales de afecto" por votos y se entenderá perfectamente por qué se reclaman los mismos remedios a situaciones distintas.

Cataluña es el mercado más importante de la Comunidad Valenciana

La primera legislatura de Rodríguez Zapatero arrancó con la decisión de suprimir el trasvase del Ebro. Acuerdo que se tomó sin ninguna medida alternativa y se visualizó con la prepotente imagen de la ministra Cristina Narbona brindando con cava en el Delta del Ebro. Ni en sus ensoñaciones más optimistas hubiera imaginado el presidente de la Generalitat un regalo electoral tan generoso. Francisco Camps levantó la bandera del victimismo y alcanzó dos objetivos increíbles: Convertir el agua en una seña de identidad social y materializar un problema donde no lo había. Los socialistas valencianos se limitaron a contemplar el prodigio abandonados por los suyos en el Gobierno de la Nación, huérfanos de iniciativas y farfullando abstrusos y confusos discursos. Los resultados de tanta incapacidad política han quedado contrastados fehacientemente. La última vez el pasado 9 de marzo.

El arranque de la segunda legislatura socialista con Zapatero al frente se asemeja demasiado a la primera. Da no sé qué ver a los socialistas haciendo juegos malabares con el término trasvase para intentar negar lo que es una obviedad, y agota la demagogia y el populismo del Consell. El presidente Camps y su consejero García Antón deberían responder a algunas preguntas muy sencillas. ¿Caso de que se hubiera mantenido el Plan Hidrológico Nacional diseñado por el Gobierno de José María Aznar, cuándo hubiera llegado el agua a la Comunidad Valenciana? ¿Cuál hubiera sido el coste de esa agua sin el concurso de los usuarios de Barcelona y su área metropolitana? ¿Por qué se pretendía -y se pretende- trasvasar el agua de escasa calidad del Ebro hasta el pantano de Tous para solucionar el déficit hídrico que sufriría La Ribera tras la transferencia de caudales del Júcar, de mucha más calidad, desde el Caroche hasta Alicante? ¿Cómo habrían solucionado el problema del agua en la Comunidad Valenciana, Murcia y Almería hasta que hubiera llegado el agua del Ebro? ¿Qué métodos tendría que haber utilizado el Gobierno para sofocar la inevitable rebelión civil de los habitantes del Delta si se hubiera llevado a cabo el trasvase? ¿Por qué las desaladoras, según y dónde, son "nucleares del mar" y en otros puntos imprescindibles para conceder licencias a macrourbanizaciones?

Son preguntas sin respuesta. La paradoja del agua reside en el hecho de convertir en un problema la ausencia del mismo. Un diputado del PP aseguraba no hace mucho que en Murcia, donde sí que hay un serio problema, su presidente, Ramón Luis Valcárcel, había decidido arriar la bandera del trasvase y apostar claramente por las desaladoras porque era consciente de que, más pronto que tarde, sus ciudadanos iban a exigirle soluciones y no retórica. Pero no es el caso de la Comunidad Valenciana, donde Camps ha logrado una combinación letal para los socialistas consecuencia de unir modernidad, medievo y sentimientos. Elementos básicos de ese cóctel son el agua, convertida en seña de identidad, y la diferenciación del otro, viga maestra de todos los nacionalismos que en el caso del presidente de la Generalitat adquiere visos de chovinismo risible cuando se sitúa frente a José Luis Rodríguez Zapatero y Cataluña.

El discurso identitario de Camps en la Comunidad Valenciana tiene inconvenientes comunes a algunos nacionalismos. Entre otros el de olvidar los asuntos que realmente conciernen a los ciudadanos. Si Barcelona y su área metropolitana tienen problemas de abastecimiento de agua, como los tiene de infraestructuras, es porque sus políticos han dedicado más tiempo a consolidar sus hechos diferenciales que a buscar soluciones. Los líos internos del tripartito tienen mucho que ver con el retraso de la puesta en marcha de la desaladora del Llobregat.

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Los valencianos sabemos mucho de cómo construir un "nacionalismo" fomentando el odio hacia el otro. Más anticatalanistas que valencianistas, Unión Valenciana, antes, y el PP ahora han "fabricado" un hecho diferencial de indudable rentabilidad electoral. Pero los "antis", a menudo, acostumbran a ser recíprocos. Cataluña es el mercado interior más importante de la Comunidad Valenciana. Cualquier movimiento antivalencianista en Cataluña dañaría, y no poco, los intereses de sectores industriales situados al sur de Tortosa, entre otros al agroalimentario. No es de extrañar que cunda el alarmismo entre el empresariado menos obsecuente con el presidente. La Generalitat no tiene un euro y las inversiones públicas dependen del Gobierno de España. José Vicente González, presidente de la patronal valenciana, y Francisco Pons, responsable de AVE, ya se han pronunciado a favor de la colaboración entre ambas administraciones; pero Francisco Camps sigue a la suya. Ahora ha reabierto el frente del norte y empresario hay que no sabe cómo decirle que con las cosas de comer no se juega.

Pero el presidente está feliz. Ha hecho del agua una senyera.

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