Dylan Thomas: así beben y galopan los caballos
Fue un divo semejante a los nuevos héroes de la canción con la única arma de sus versos. Imágenes explosivas hechas con palabras que nunca hasta entonces nadie había unido, golpeándolas unas con otras con un ritmo violento
Antes de escribir el primer verso Dylan Thomas comenzó a trabajar de reportero a los 16 años en el periódico local South Wales Daily Post, en Swansea, la ciudad al sur de Gales donde nació el poeta en 1914. Muy pronto comenzó a apuntar maneras. A tan tierna edad un día de invierno, soplándose los sabañones, entró en la taberna habitual cuyos cristales estaban empañados por el vapor del alcohol y con un ojo displicentemente entornado comentó con un colega: "La primera obligación de un buen periodista es la de ser bien recibido en el depósito de cadáveres". Se supone que después de soltar esta sentencia, encendería un pitillo y acodado en la barra se tomaría una pinta como un hombrecito iniciando así el mar de cerveza en el que navegaría toda la vida hasta naufragar.
El público vio en él a una estrella que se ofrecía en sacrificio y se despeñaba desde lo alto. Pero el éxito no le ofreció escapatoria
Puede que en medio de la paz insonora de aquella comarca de Gales, sólo interrumpida por el grito de las gaviotas y el mugido de las vacas, ocurriera algún crimen de vez en cuando para matar el tedio, pero ésta no era una cosecha regular que diera esa tierra de campesinos y pescadores, con acantilados cabalgados desde altos pastos con manzanos y maizales. Sólo el mar era violento, aunque en los tiempos en que no tenían un penique en el bolsillo el poeta y Caitlin Macnamara, la chica con la que se casó en 1937, llegaron a alimentarse exclusivamente de berberechos, que afloraban en la larga bajamar entre algas amargas. Comían berberechos y luego él dejaba sola a su mujer y se iba a la taberna a cantar, cogido del brazo de los marineros, canciones galesas que años después, durante las borracheras en Nueva York, lejos de la patria, le llenarían de nostalgia.
A los veinte años Dylan Thomas, aquel hijo desabrochado del profesor de literatura del Grammar School, a quien siempre se le veía con mugrientos cuadernos garabateados asomando por los bolsillos del abrigo, dejó el periodismo y publicó los primeros poemas, que no eran sino un conjunto de imágenes explosivas hechas con palabras que nunca hasta entonces nadie había unido, golpeándolas unas con otras con un ritmo violento. "Junto a relamidas arenas y estrellas de mar, / con sus lúbricas cruces, gaviotas, garcetas, berberechos y velas, / hombres que dan la mano a las nubes / que se inclinan sobre redes del crepúsculo". Con estos versos ganó el premio Poetry Book y fue ésta la primera puerta de la gloria que penetró sin ser la de un bar.
Es todavía un misterio sin descifrar cómo aquel joven desastrado, con ínfulas de maldito, que era famoso por la cantidad de cerveza que engullía, se convirtió de pronto en un divo semejante a los nuevos héroes de la canción con la única arma de sus versos. En la posguerra su voz comenzó a oírse por la BBC. Esa emisora que durante unos años había dado partes diarios de sangrientas batallas perdidas o ganadas, de pronto estableció un frente lírico: un poeta recitaba ante el micrófono unos versos rotos, alucinados, en los que se representaba a sí mismo como actor bajo múltiples rostros y unas veces se le sentía de joven airado, otras de cobarde, de héroe, de amante, de adúltero, de miserable ladrón, de plagiario, pero en el interior de cada máscara resonaban sus poemas con la tralla de unas imágenes surrealistas siempre inesperadas. Con sus charlas poéticas en la BBC, Dylan Thomas se convirtió en una leyenda. Fue el primero en servirse de los medios de comunicación para exhibir su terrible alma derrotada en un ejercicio de exhibicionismo, que sangraba por todas las costuras como una criatura inmunda y feliz.
De hecho, fue adorado en vida, destruido por el éxito y muy pronto después de su muerte acaecida en Nueva York en noviembre de 1953, a los 39 años, comenzaron a llegar a Swansea en peregrinación devotos fanáticos, que en su casa de Laugharne, The Boat House, convertida en museo, adquirían postales, placas, bandejas, dedales, toallitas y posavasos con su nombre e incluso hubo comerciantes que ganaron mucho dinero vendiendo ampollas con supuestas gotas de sudor del poeta, pero la reliquia que desde el principio tuvo más éxito fue una jarra de cerveza con el rostro de Dylan Thomas estampado, con un pitillo mediado en la boca, cuando su nariz no era todavía un bulbo rojo ni sus ojos tenían el aire vidrioso. El hecho de que esta jarra fuera el recuerdo preferido por sus admiradores plantea el dilema que dividió la biografía de nuestro héroe: saber si su enorme fama que le acompañó en vida fue debida a que era un gran poeta o un magnífico borracho. Muchos creen que bebiendo cerveza en una de esas jarras se llega al alma del poeta mucho antes que leyendo sus versos. Pero no todos piensan así. Un joven judío, un tal Robert Allen Zimmerman, que andaba por Nueva York rasgando la guitarra, cambió su nombre y en su homenaje en adelante se hizo llamar Bob Dylan después de leer sus poemas. "¿Se habla de llorar cuando el temporal ruge? ¿Será el arco iris el color de las túnicas?".
El éxito llegó cuando comenzó a dar recitales en Nueva York en locales abarrotados por mil oyentes pasmados ante aquel ser que hacía hablar a los peces, a los árboles, a las flores, a los niños, a los animales en la pieza literaria Bajo el bosque lácteo. A cada aplauso seguía una borrachera. En las fiestas, rodeado de mujeres, de pronto exclamaba: "Veo ratas subiendo por las paredes". Las chicas gritaban y él aprovechaba este juego para esconderse entre sus piernas. Fueron tres viajes a Nueva York cada uno con un clamor renovado, con una destrucción más acelerada. Pero en el cuarto viaje el caballo ya no pudo más, pese a las inyecciones de cortisona que le proporcionaba el doctor Milton Feltenstein. Un día de noviembre de 1953 quedó exhausto. En la fachada del hotel Chelsea, de la calle veintitrés de Nueva York, hay una placa que recuerda que allí fue arrebatado por un delírium trémens después de una fiesta y de allí fue llevado al hospital St. Vincent, donde murió tres días después. Sucedió en una de las habitaciones que daban atrás, cuando estaba en brazos de su amante Liz Reitell. El cadáver fue devuelto a Laugharne y durante el entierro su mujer Caitlin bailó borracha sobre el féretro como una venganza por el abandono al que tuvo sometidos a ella y a sus hijos.
Existe un itinerario sentimental de Dylan Thomas que ha convertido en templos los antros y tabernas donde él se embriagaba. Por donde el poeta paseó sus huesos, algún pub del Soho, de Green Village, en NY. The Antílope, The Mermaid, algunas tabernas sagradas de Londres, el Brown's hotel de Laugharne, siempre hay un devoto que proclama su gloria acodado en la barra. La mitomanía del cine fue su alimento. Marilyn, Charlot chocaron con él sus copas. De pronto el público vio en Dylan Thomas a una estrella de carne y hueso, que se ofrecía en sacrificio y se despeñaba desde lo alto de sus versos y lo adoptó como la criatura que simbolizaba la llegada de una nueva era. Pero el éxito no le ofreció escapatoria. Fue devorado cuando Stravinski concebía con él una ópera sobre Ulises. Dylan Thomas le tomó la delantera y navegó con los pies por delante de regreso a Ítaca.
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