Instantáneas en sepia de un mes excepcional
El escritor Juan Goytisolo rememora su experiencia en París y recuerda cómo la rebelión acabó engullida por la rutina
Francia se aburre". La frase, formulada en vísperas del mítico Mayo Francés, adquirió celebridad posterior por su índole involuntariamente adivina. Su autor tenía razón. Los jóvenes y menos jóvenes nos aburríamos y, tal vez por eso, Monique Lange y yo nos fuimos a pasar unas vacaciones en el Midi. Apenas habíamos tenido tiempo de tomar el sol y de bañarnos, cuando escuchamos por la radio las primeras noticias de la rebelión estudiantil: manifestaciones callejeras, choques con las Compañías Republicanas de Seguridad, ocupación de La Sorbona y Censier, barricadas. Las imágenes reproducidas por la televisión y la lectura de la prensa nos decidieron a regresar. No queríamos perdernos lo que respondía a nuestros sueños y colmaba nuestras aspiraciones. La conjunción de Marx y Rimbaud parecía concretarse al fin. La política tradicional se abría a nuevos ámbitos: los de los deseos reprimidos, la utopía y la imaginación, de la invención y exigencia de nuevas y más amplias libertades.
El movimiento contestatario pierde fuerza y aliento, la exaltación cede paso a un cansancio general
Desde nuestro regreso a París, nos pusimos en contacto con Jean Genet. Los acontecimientos le habían devuelto toda su combatividad y energía. Le acompañamos a La Sorbona liberada por los estudiantes y su intervención mordaz en una asamblea improvisada arrancó un aplauso cerrado de los asistentes. Un tanto abrumado e inquieto por el éxito de sus palabras -estaba habituado, me dijo, a los silbidos e insultos-, propuso que fuéramos a Billancourt. Contrastando con la agitación del Quartier Latin, comprobamos que reinaba la calma en las fábricas. Pues, mientras Mendès-France apoyaba el movimiento de los jóvenes, el PC se mantenía en unas posiciones que juzgábamos reformistas y limitaba sus reivindicaciones al ámbito laboral.
El domicilio de Monique en la Rue Poissionière, contiguo al cine Rex y a un centenar de metros de L'Humanité, es el punto neurálgico de manifestaciones opuestas: la de los estudiantes y grupos libertarios que silban y vocean consignas contra el órgano oficial del Partido Comunista, y la de los representantes de la derecha pura y dura, movilizados contra "la marea roja". Los unos gritan "De Gaulle, dimisión" y repudian la línea timorata y acomodaticia del partido. Los otros agitan banderas tricolores y denuncian la mano de Moscú. Un día, la cohorte patriótica, rechazada por una carga policial, se reagrupa al pie de nuestro inmueble. Como escribí en el capítulo titulado 'El territorio del poeta', en En los reinos de Taifa, Genet -estábamos almorzando- agarra la sopera y trata de arrojarla por la ventana a los manifestantes. Monique se la arrebata de las manos: ¡es de la vecina! Él coge entonces un plato, que va a estrellarse contra la boina, el cráneo, de un individuo de una cincuentena de años que parece un miembro de L'Action Française inventado por Buñuel. La frente le sangra ligeramente mientras mira hacia arriba al genio encolerizado que le insulta. "Grossier personnage!", se limita a decir. La portera ha tenido la precaución de cerrar la entrada del edificio y los manifestantes se olvidan del increpador.
Entre tanto las noticias eufóricas se multiplican: la "liberación" del Gran Teatro del Odéon, convertido en un foro de discusión abierto a todas las corrientes de la izquierda; la del Colegio de España en la Ciudad Universitaria, en la que participó, según creo, Fernando Arrabal. Con Genet y un grupo de amigos, proponemos la del Palais de l'Institut del Quai de Conti. Nuestro razonamiento es el siguiente: los pilares del Estado burgués son el Ministerio del Interior, el Banco de Francia y la Academia Francesa. Ante la imposibilidad de liberar/ocupar los dos primeros, fuertemente protegidos por la policía, nos queda la tercera opción: irrumpir en aquélla, reunir en sus salones a todos los mendigos y borrachos del barrio, revestirlos solemnemente con el uniforme de los inmortales y desacralizar para siempre a la gloriosa institución. Pero nuestro poder de convocatoria es mínimo y los obstáculos se acumulan. El Quartier Latin es escenario de enfrentamientos cada vez más duros, la consigna es ir a las barricadas. Se habla de decenas de heridos (los hubo) e incluso de muertos (algo desmentido luego), lo que no obsta para que la multitud marche al grito de "¡De Gaulle, asesino!".
Mientras las manifestaciones se suceden en los bulevares, un amigo del editor Frédéric Ditis nos informa de la ocupación del vecino Conservatorio de Música. Monique y yo acudimos allí para encontrarnos con una miniasamblea de gasolinas -el primer movimiento de liberación homosexual europeo, anterior a la identidad gay neoyorquina- que, un par de días después, desfilará por el bulevar de Belleville con atuendos provocativos, al grito de "nous sommes tous des enculés", entre su regocijo y los aplausos de la población inmigrante.
París es una fiesta muy distinta de la que celebró Hemingway. Los enfrentamientos con las fuerzas del orden se suceden noche tras noche y todos, menos los atemorizados burgueses, nos sentimos vagamente conspiradores. Recuerdo una reunión con el núcleo de escritores de la Rue Saint-Benoîs: Marguerite Duras, Mascolo, Blanchot, Edgar Morin, Robert Antelme. Se habló de crear nuevos espacios de desalienación: libertad sexual, crítica del consumismo y de la consideración de la industria como máximo agente de la liberación del ser humano, busca de alternativas de trabajo creativo y no enajenado; de actuar desde la periferia del sistema, como una fuerza centrífuga, a fin de poner en tela de juicio los consabidos criterios de normatividad. En corto, de desvelar, a partir de la propia experiencia individual, los mecanismos de opresión de los demás y de forjar así una estrategia global común a todos los marginados por razones de sexo, raza, clase social, nacionalidad, religión, lengua, cultura, etcétera. Nos embriagamos de palabras, la mejor y más bella forma de embriaguez.
Pero el movimiento contestatario pierde fuerza y aliento, la exaltación cede paulatinamente paso a un cansancio general que propicia la negociación entre el poder y los partidos de izquierda y los sindicatos. Recupero algunas imágenes dispersas, pero indicativas del descenso de nivel de las aguas: la behetría y el desmadre creados por la liberación del Colegio de España, cuya dirección, ofrecida en una posterior llamada telefónica, tuve el buen criterio de rehusar; la cola de inmigrantes españoles a la puerta de una entidad bancaria de la avenida de la Ópera que corrían a retirar sus ahorros ante el rumor de la inminente devaluación de la moneda francesa; la expresión ceñuda de un compatriota, peluquero de mi barrio, en respuesta a los insultos al general De Gaulle: "¡No sería nuestro Franco quien se dejaría insultar así!". El más negro pesimismo me invade: ¿tenía cura la fatal Península? Me identifico ya, sin saberlo, con el mítico conde don Julián y el Juan Sin Tierra de mi admirado Blanco White.
Firmados los acuerdos sindicales con el Gobierno y restablecidos el orden y la distribución de combustible para los automóviles, la población parisiense, en plena resaca de aquellas dos semanas inolvidables, partió masivamente a respirar el aire del campo. Como decía un locutor de voz optimista y tranquilizadora, "después de estos días de agitación y de ansiedad, c'est la détente!". Unas horas más tarde, un comunicado de la Dirección General de Tráfico anunciaba la cifra provisional de una veintena de muertos en las carreteras. ¡Una estadística insignificante en medio de la dicha general creada por el retorno a la normalidad! -
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