Dos adjetivos
Hoy me habría gustado escribir sobre frivolidades, porque el debate de investidura parecía proporcionar una coyuntura propicia a la relajación. Durante unos días, el paréntesis de serenidad que hemos vivido creaba la ilusión de que España es un país normal, con un Parlamento normal, en el que los ganadores ganan, los perdedores pierden y Bono dice misa. Menos da una piedra. Pero cuando me disponía a comentar la repentina tendencia de Rajoy a dejarse fotografiar con los brazos extendidos, como crucificado por las circunstancias, unas comillas me han hecho daño.
Pongo las comillas por delante, porque sin ellas habría dudado de la veracidad de las palabras de Rosa Díez, por más que ella nunca me haya inspirado el menor grado de simpatía, ni de confianza. Los ciudadanos, creo yo, todavía podemos aspirar a que los políticos aparenten ser personas decentes, y nadie capaz de rentabilizar sus derrotas personales reconvirtiéndolas en súbitas crisis de conciencia lo es. Menos aún cuando se presenta como un espejo de ciudadanía mientras combina, con la irresponsabilidad de una bruja novata, los instintos más bajos del electorado. Pero, con todo y eso, el otro día se pasó de la raya.
"Disparatado e inútil". Ésos fueron los adjetivos que Díez escogió para calificar el proceso de paz que emocionó e ilusionó a un país entero. Así describió aquel intento fallido, tal vez prematuro, quizás torpe o sólo desgraciado, que se malogró como se malogran tantas cosas buenas en este mundo. Parece mentira que haya que recordar que la paz nunca es un disparate, y que perseguirla jamás es inútil. Claro que España no es un país normal. Si lo fuera, Zapatero se mostraría orgulloso de haber cumplido con la obligación de intentarlo, yo podría dedicarme a escribir sobre frivolidades, que buena falta me hace, y hoy, 14 de abril, sería fiesta nacional.
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