Hablemos de cosas muy feas
Hace poco, hablando de literatura colombiana en Madrid, mencioné la frase de La cartuja de Parma que Orhan Pamuk utiliza como epígrafe de Nieve: "La política en una obra literaria es un tiro en medio de un concierto, algo grosero y sin embargo imposible de ignorar... Estamos a punto de hablar de cosas muy feas". Por esos días se publicó Palacio quemado, la última novela de Edmundo Paz Soldán, y no me sorprendió para nada que uno de los epígrafes de la novela fuera la segunda parte de la cita de Stendhal. De hecho, esas cosas muy feas han sido la materia prima de buena parte de la literatura latinoamericana. Esto, claro, no quiere decir que la literatura latinoamericana haya tenido una relación fácil con la política; pero ahora se me ocurre que el epígrafe de Palacio quemado es una especie de cifra o de símbolo de una cierta tendencia, más o menos reconocida, de la novela latinoamericana más reciente. Pues para bien o para mal (y aquí me ocuparé sólo de los casos que hay para bien) esa fuerza oscura que es la vida pública está volviendo a interesar a nuestros novelistas.
Que quede claro: no digo que alguna vez se haya ido del todo. Pero hubo un momento, hace acaso un par de décadas, en que la vida política como asunto literario se movilizó un poco a la periferia. Si el boom amplió las fronteras de lo que entendíamos por novela política -uno piensa en Conversación en La Catedral, en La muerte de Artemio Cruz-, e incluso conoció la manera en que la política es capaz de hundir una novela -uno piensa en El libro de Manuel-, algunas generaciones después se hizo evidente que la emoción predominante era el desencanto, o en cualquier caso la apatía: una célebre revolución había fracasado, un célebre muro había caído, y en todas partes las ideologías y los idealismos pasaban a mejor vida. Para esos novelistas que nacían cuando el boom comenzaba, para aquéllos cuya fecha de nacimiento coincide con La región más transparente o La ciudad y los perros, la presencia de lo político en la ficción dejó de ser franca y directa, y se volvió indirecta, lateral, elíptica. Así novelas como Asuntos de un hidalgo disoluto, de Héctor Abad, o Kamchatka, de Marcelo Figueras. (También Roberto Bolaño, nacido al mismo tiempo que El llano en llamas, es autor de una gran instancia de elipsis política: La literatura nazi en América).
Son novelas que dicen sin decir: ese rasgo es lo que las define, y en ese sentido son hijas, o por lo menos sobrinas, de una de las grandes creaciones en lengua española de las últimas décadas: Respiración artificial, de Ricardo Piglia. Con esas doscientas páginas de 1981 Piglia redefinió para siempre la relación entre lo público y lo privado, entre historia y ficción, y demostró las infinitas posibilidades con que cuenta la literatura para ser política sin hacer política. Estas líneas se publican dos días antes de que la Casa de América de Madrid dedique su semana de autor a la obra de Piglia, con lo cual no es impertinente recordar la cantidad de puertas que abrió Respiración artificial para los novelistas latinoamericanos, que aprendieron, gracias a las investigaciones de Emilio Renzi en el pasado argentino, el arte de hablar de algo sin jamás mencionarlo. Durante mucho tiempo, ese acercamiento a lo político marcó y definió el modus operandi de los autores literarios en Latinoamérica; pero ahora, me parece, hay un cambio de tercio, y poco a poco los nuevos narradores van decidiéndose nuevamente, como lo hizo el boom, a mirar a los ojos a la Gorgona política. Los caminos de la genética literaria son inescrutables.
He comenzado hablando de Palacio quemado, que recoge la situación boliviana en 2002 por medio de una figura desaprovechada de la mitología latinoamericana: el escritor de discursos. Pero el inventario es (gozosamente) más extenso. En Los ejércitos, Evelio Rosero acaba de lograr lo que incontables novelas colombianas han intentado en vano desde hace treinta años: contar el conflicto armado sin patrioterismos, sin sentimentalismos, sin retórica. En A quien corresponda, Martín Caparrós pone la primera piedra en el caso que Latinoamérica deberá construir contra la Iglesia católica y su responsabilidad en las diversas desgracias del continente. En las maravillosas mil trescientas páginas de la trilogía que se cierra con Un millón de soles, Jorge Eduardo Benavides da un nuevo sentido al epígrafe de Conversación en La Catedral: "La novela es la historia privada de las naciones". Siempre poniendo en escena destinos individuales, siempre respetando la ambigüedad y la ironía que son las señas de identidad de la novela como género, nunca rebajándose a la denuncia barata ni cediendo a las peligrosas tiranías del compromiso, los novelistas que he mencionado vuelven a hacer lo que la literatura latinoamericana ha hecho con tan buena fortuna en otros tiempos. Las verdaderas experiencias son siempre sociales, dice Piglia en cierta entrevista. De un tiempo a esta parte, la novela latinoamericana vuelve a preguntarse si eso es verdad. Veremos qué respuesta nos trae.
Juan Gabriel Vásquez nació en Bogotá en 1973. Sus últimos libros son Historia secreta de Costaguana y Los amantes de Todos los Santos (ambos en Alfaguara).
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