Casanova o la pasión de amar
Mi tatarabuela aparece en las memorias de Casanova. El autor cuenta sus amores con ella en la parte relativa a su estancia en Madrid. Mi familia, de tradición católica y hondos principios morales, siempre ha tenido a bien ocultar tan deshonroso encuentro. Un halo de pudibundez mezclada con cierto sentimiento de culpa se ha ido sucediendo a través de las generaciones que me precedieron, siempre obsesionadas con guardar discreción. Antes de lanzarme a escribir sobre este episodio he consultado largo y tendido con las distintas ramas de mi familia y aunque no he logrado su aquiescencia me he permitido la licencia de divulgar el deshonor. Al fin y al cabo en toda familia hay una oveja negra y en la mía yo detento esa función.
El mundo está a sus pies, para vivirlo, para viajarlo y él lo disfruta, pero también lo escribe
En el invierno de 1767 Giacomo Casanova llega a España desde San Juan de Luz. Tiene 42 años y acaba de ser expulsado de Francia mediante una lettre de cachet del rey Luis XV, instrumento legal por el que se desterraba del país sin juicio alguno a personas indeseables, generalmente a petición de familias ofendidas.
Para Casanova el viaje es un género literario, tal vez el más excelso de todos ellos. Los suyos están repletos de sustancia narrativa hasta el punto de que realidad y deseo se entremezclan sin solución de continuidad. Casanova vuelca en el viaje la literatura que lleva dentro y a la contra se alimenta del viaje para ir construyendo capítulo a capítulo una vida de personaje novelesco.
En la parte de su obra dedicada a España aparecen dos mujeres que van a gobernar el corazón del autor durante su estancia en estas tierras; Nina Bergonzi, en Valencia, y mi tatarabuela, en Madrid.
Al contrario de lo que pudiera pensarse Casanova no es un mujeriego despreciativo al estilo tenorio, sino un verdadero amante, es decir, alguien que siente en sus venas la pulsión insoportable del amor. El amor le obnubila y le hace cometer lo que para el resto del mundo no son más que desmanes y felonías, pero que para un hombre apasionado como él constituyen actos consecuentes con su irrefrenable naturaleza, soplos de la divinidad. Todo por amor, hasta la vida. Ésa es su consigna, el hilo narrativo de su existencia y por lo tanto de su obra. Casanova no se aprovecha de las mujeres a las que ama, al contrario, se vuelca en ellas, las seduce, las adora, las respeta y cuando la ebullición de la pasión ha concluido sigue vinculado por una indestructible amistad. Casanova triunfa en un mundo de moralidad estanca, asaltado de prejuicios, analfabeto y pazguato a más no poder. El viaje de Casanova por la vida lo es a fondo, sin remilgos. Para él la mayor evidencia de estar vivo no es respirar sino amar.
Casanova conoce a mi tatarabuela el día de San Antón oyendo misa en una iglesia de la calle de Fuencarral. Acababa de llegar a Madrid donde le habían hablado del fandango, un baile que inflamaba el alma, y quería bailarlo sin tardanza en los Caños del Peral. Los movimientos del hombre expresaban, según decían, el amor consumado, los de la mujer, el consentimiento, el arrebato y el éxtasis del placer. Aunque prohibido por la Inquisición, en ocasiones especiales y previo permiso del conde de Aranda, solía bailarse en este teatro. Buscaba Casanova pues pareja de baile y fue a encontrarla aquella mañana en la iglesia de la Soledad. Al verla apartarse del confesonario, guapa, con aire contrito, mirando al suelo, de inmediato quedó encaprichado de mi tatarabuela. Casanova reconoce que no tenía aspecto ni de rica, ni de noble, ni de buscona, pero supuso que debía bailar el fandango como un ángel, que era lo que a él le interesaba. La anunciada lascivia del fandango le había trastornado por completo. En su opinión ninguna mujer podía negar nada a un hombre con el que hubiera bailado el fandango, y él quería estrenarse en los Caños del Peral.
Casanova aguardó a que terminara la misa y siguió a mi tatarabuela hasta su casa en la calle del Desengaño. Tras identificar el lugar en que vivía esperó en la calle media hora y llamó a la puerta. ¿Quién es? Gente de paz, responde. Casanova explica al padre de la muchacha que es extranjero y que desea llevar a su hija de pareja para el baile del día siguiente en el teatro de los Caños del Peral. Todos se quedan anonadados. El padre le pregunta a la muchacha que si ha visto alguna vez a ese hombre y ella niega con la cabeza, pero no sin fascinarse con la hermosura de aquel galán, alto y apuesto como pocos en Madrid. Casanova asegura que sus intenciones son honestas y promete devolver a la muchacha sana y salva una vez acabado el baile. Deja a continuación una tarjeta con su dirección y dice que esperará allí respuesta. No tardan demasiado en enviarle la aquiescencia a condición de que la madre de la chica les acompañe. Bailan pues, se inflaman las pasiones y a partir de ahí surge un idilio turbulento en el que mi tatarabuela sucumbe pese a su rígida moral. Maravilla leer en las palabras de Casanova la inocencia de las contradicciones de aquella mujer, deseosa por un lado de entregarse en cuerpo y alma y remisa por otro debido a su rigidez de conducta y a los dictados de la religión. El ultimátum de Casanova es prodigioso: "No he venido a vuestra casa ni para atormentaos ni para ser un mártir. Sabed que no quiero que nos condenemos por simples deseos". Ya puestos mi tatarabuela tampoco y sucumbe en los brazos de su amante para mayor gloria mía y del resto de su descendencia.
Casanova prosigue su viaje por España y llega hasta Valencia en donde en los toros -fiesta que le desagrada profundamente- conoce a Nina, la amante del capitán general de Barcelona, el conde de Ricla. Le sorprende la belleza de aquella mujer a quien no tarda ni un segundo en saludar: Nina es una ninfómana voluptuosa que se encapricha de Casanova y le invita a frecuentar su casa. Está desterrada en Valencia a causa de las presiones del obispo de Barcelona, a quien le escandaliza su relación con el capitán general. Los episodios sexuales que cuenta el viajero de la tal Nina son soberbios. Casanova queda prendado del desparpajo de su nueva amante, de su pérfida belleza, de su impudicia, de su elevada fogosidad. Tras unos cuantos días de amores sin mesura viaja con ella a Barcelona donde la sigue frecuentando pese a las advertencias del conde de Ricla, hombre poderoso, primo del conde de Aranda y futuro ministro de la guerra. Y pasa lo que tenía que pasar. Con la excusa de llevar un pasaporte falso, Giacomo Casanova es detenido y encarcelado en la prisión militar de la Ciudadela. Allí pasa varios meses y cuando al fin le sueltan se larga de España para jamás volver.
Casanova bebe en las fuentes del libertinaje erudito, lo sazona con epicureísmo clásico y lo acaba ornamentando con algunas dosis de escepticismo moral. Hay incluso quien ha visto en su obra cierta inclinación a lo irracional que preludiaría el romanticismo y hasta puede que sea verdad. En cualquier caso es el de Casanova un viaje sin pausa por su época, un periplo literario en el que cada escena marca un tempo vital, una travesía por el goce, por la belleza y por el amor. El mundo está a sus pies, para vivirlo, para viajarlo y él lo disfruta, pero también lo escribe. La historia de sus amores en España es sólo una parte de su Histoire de ma vie, un libro que por mucho que mi familia siga empeñada en denigrarlo es admirable por no decir genial. Puro viaje, pura literatura. Pura pasión.
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