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Columna
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La justicia y las vacas

Un cáliz que preferiría no apurar es el de formar parte de un jurado (un jurado penal, aunque tampoco los literarios son plato de gusto), y la mayor objeción que tengo a esa institución es que está compuesta por personas que se consideran capacitadas para decidir el futuro de los demás en base a conjeturas sobre su pasado. Únicamente me siento capacitado para juzgar, e incluso obligado a criticar, siempre que mis opiniones no determinen que alguien se tenga que mudar un tiempo a instituciones radicadas en Teixeiro, A Lama o Pereiro de Aguiar. Permítanme esta exhibición de yoísmo para expresar mi respeto a los que aceptan cargar ese fardo de responsabilidad y asumen la tarea de señalar lo que está bien, lo que tanto da y lo que está mal.

La justicia funciona como la banca en tiempos en que repartían a domicilio las cartas a los clientes

Pero mi admiración, similar a la que el buen salvaje profesa a los que dominan los misterios del motor de explosión, no implica abdicar de juzgar los comportamientos de los que lo manejan. Y hay conductores buenos y malos, pero el sistema, el circulatorio o el judicial, están al borde del colapso y causan víctimas. Quienes mejor deberían saberlo anuncian medidas ahora, a raíz del asesinato de esa niña presuntamente cometido por un pederasta condenado pero libre. Una fatal concatenación de errores, dicen los responsables del sistema.

Hace años en A Coruña, un coche que se saltó un semáforo de madrugada embistió a otro y lo catapultó contra un poste metálico que había sostenido en su día una señal de tráfico. El barrote alcanzó en la cabeza a un transeúnte y lo mató. Esa sí fue una desgraciada concatenación de casualidades. Lo de Mari Luz fue que una de las muchas y habituales cadenas de errores tuvo un desenlace especialmente fatal. Le pudo haber tocado a ella o a otra, ese mes o al siguiente. La prueba es que, independientemente de que ya se haya seleccionado al chivo expiatorio, no se sabe qué y quién falló, además de todo.

El sistema judicial siempre demanda más medios, y con razón, porque los medios nunca sobran. Pero tampoco garantizan nada por sí solos. Administrativamente, la justicia funciona como la banca en aquellos tiempos en que los jubilados de las entidades repartían a domicilio la correspondencia de los clientes. A esas comisiones que estudian las reformas a acometer habría que informarles de la existencia de programas como Microsoft Outlook, que vienen de serie en los ordenadores y son tremendamente útiles a la hora de recordar fechas y tareas, por no hablar de bases de datos interconectadas. En lo que respecta a las partes nobles del escalafón, por tribunales y juzgados acampan, sin mayores sobresaltos, jueces que se desenvuelven con argumentos que harían recelar de su capacidad para presidir una junta vecinal.

Y en lo relativo al esquema legal en general, si alguien quema una foto del Rey es nada menos que la Audiencia Nacional la encargada de recordarle que la atribución de poderes a las imágenes, habitual en la Edad Media, ha sobrevivido penalmente en el siglo XXI en algunos aspectos. Pero si un petrolero llena de chapapote miles de kilómetros de costa, el caso lo entiende el juzgado unipersonal de Corcubión. Naturalmente, el agraciado por el sumario Prestige, en cuanto reúne los puntos necesarios, pide el traslado. Vamos rumbo a la media docena de jueces y a un descrédito internacional bastante mayor que el de que la selección de fútbol no pase de cuartos de final.

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Otra faceta de la sociedad moderna que me infunde un respeto reverencial es la del control sanitario alimentario. Respeto reforzado desde que se ha producido el repunte mediático de las vacas locas. La encefalopatía bovina (EEB) surgió porque la industria encontró una manera de ahorrar costes energéticos reduciendo el tiempo de cocción de los residuos cárnicos para fabricar piensos. En una coincidencia fatal, el Gobierno de Margaret Thatcher decidió economizar los servicios públicos de control sanitario-veterinario. Ese Gobierno y el resto de los europeos aplicaron los controles diez años después de lo que deberían. Cuando se detectó aquí la crisis, ya había reporteros pollos pera que interrogaban hábilmente a los ganaderos sobre cómo alimentaban a sus vacas. Razonando como un buen salvaje, al menos en el sistema judicial no le echan la culpa a las víctimas, de momento.

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