Papanatismo
Síndrome de abstinencia. Sudores, sentimiento de vacío. Síntomas que sufro tras una semana sin conexión a Internet. Y eso que hace tan sólo unos días, en el aeropuerto, ante el espectáculo de un individuo que miraba la tele, hablaba por el móvil y navegaba por su ordenador, pensé: ¡Menudo tarado! Mi superioridad moral ante esa necesidad creciente de los ciudadanos de estar conectados sin interrupción a un mundo virtual se vio reafirmada cuando, al montarme en un taxi neoyorquino, comprobé que, en vez de invertir el dinero en buenos amortiguadores, los taxistas han echado el resto instalándole una pantalla de televisión a un cliente que, dando literalmente tumbos, se siente atrapado por el foco de luz y acaba obviando el espectáculo real que le ofrece la ventanilla del coche para optar por esa otra ventana en la que unos presentadores, entre anuncio y anuncio, cuentan lo que ocurre en esas calles de las que, paradójicamente, nos quieren retirar la mirada. Cuando llego al restaurante me encuentro que en la mesa de al lado tiene lugar una escena frecuente y sin fronteras: matrimonio joven con niño concentrado en la Gameboy al que la madre introduce comida en la boca. Edificante. Escenas de un mundo que se me antoja antipático y ajeno hasta que, como digo, me descubro a mí misma desesperada porque la cibernética no me funciona. Ni la voz de los míos al otro lado del teléfono me serena: yo los quiero tener a través del Skipe, del Messenger o del correo electrónico. Así que salgo a la calle, con mi síndrome, a refugiarme en el locutorio como si fuera un dispensario de metadona. Me siento al lado de otros desesperados internautas y pienso que, aunque no quiera, formo parte de esa internacional papanatas que celebra las ventajas de lo virtual y se vuelve agresiva con los que se atreven a ponerle alguna pega.
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