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SAN SIRO Y EL 'CALCIO' | Fútbol internacional
Columna
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Calzoncillos y otros ritos

Sabemos que un partido de fútbol, como un sistema complejo, se caracteriza por su imprevisibilidad. La interacción entre los jugadores y las nuevas situaciones que produce esa interacción conduce a resultados que no pueden explicarse sólo a partir de analizar a los futbolistas de manera individual. Durante el encuentro es casi imposible vaticinar qué va a suceder en la siguiente acción y una jugada aparentemente inocua, de pronto, multiplica sus efectos y modifica el curso de cualquier partido: el famoso efecto mariposa. A toda esta teoría del caos futbolero, que nos permite asistir todos los domingos a partidos que desarman nuestros prejuicios, la llamamos azar. Y el azar, cuando la pelota empieza a rodar, tiene que estar de nuestro lado.

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Aquí es donde aparece la otra preparación para el encuentro, esos gestos repetidos de manera religiosa para asegurar la dirección de la suerte. Hablamos de las cábalas: pequeños ritos que hermanan a hinchas, jugadores, entrenadores, directivos y familiares de todos ellos.

Las cábalas son parte del folclore del deporte. Hay hinchas convencidos de que el destino del equipo de sus amores está ligado de forma intrínseca al color de los calzoncillos que llevaran al estadio. Los entrenadores más metódicos y racionalistas ofician sus precisos discursos tácticos para luego hacer esparcir cantidades ingentes de ajo en el área o repiten semanas enteras aquel entrenamiento que, creen ellos, les trajo suerte. Uno no puede evitar ver la contradicción, como imaginar a Descartes en su despacho encendiendo unas velas negras a sus detractores empiristas.

Los ritos de los jugadores son de lo más curiosos: que suene The Cure en el autobús camino al estadio durante toda una temporada, hacer sonar los tapones de aluminio en la pared, gritar siempre la misma frase en el túnel, entrar a la cancha con el pie derecho, persignarse cuando suena el silbato... Todos ellos comportamientos inofensivos que forman parte de la rutina competitiva. Aquelarre de vestuario.

La línea entre lo anecdótico y lo patológico se empieza a borrar cuando la cábala comprende a otros. En el Mundial de 1986, Argentina ganó un partido de su grupo clasificatorio. Antes de jugar el siguiente partido, en el trayecto al estadio, el autobús que llevaba al plantel se detuvo durante 20 minutos en un paso a nivel esperando que volviera a pasar aquel tren que, según Bilardo, les había hecho ganar el partido anterior.

Debemos admitir entonces que el resultado de un partido de fútbol puede ser explicado desde muchas perspectivas. También, a partir de cualquiera de los miles de episodios que genera. He aquí el poder de su atractivo: nunca nos pondremos de acuerdo. Cada uno ve el partido que le conviene y casi siempre existirá una excusa: aquella pelota que picó mal, el lateral izquierdo que resbaló, el árbitro que miraba hacia otro lado, la camiseta alternativa que es gafe, la abuela que no me llamó antes del partido, el calzoncillo desteñido por el lavarropas...

Después de todo, ¿quién se atreve a refutar científicamente que, en un torneo, la actuación de un equipo no se ve influida por el nivel de compromiso de su gente con las cábalas? Quien esté libre de cábala, sortilegio o ritual que tire la primera piedra.

Al fin y al cabo, aquel día pasó el tren y Argentina gano el Mundial.

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