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Columna
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Indulto marinero para el Cabanyal

La última decisión de los jueces (¿es definitivamente la última?) no obliga al ayuntamiento de Valencia a llevar adelante su proyecto y por tanto, deja en sus manos la posibilidad de rectificar lo que podría ser un error estrafalario en estos tiempos: destripar un barrio para —pretendidamente— curarlo.

Recordemos sucintamente la historia, aunque ha sido ampliamente aireada. El plan de reforma del Cabanyal (1998) tenía por objetivo saludable mejorar las condiciones urbanísticas del barrio: sanear las partes degradadas, rehabilitar, completar servicios y equipamientos, recuperar parte de la vitalidad perdida. Por desgracia, a tan loable plan se vinculó una desafortunada ocurrencia, la de continuar la avenida de Blasco Ibáñez hasta la misma orilla del mar. Es cierto que el plan general de 1988 instauró, deliberadamente, la incertidumbre sobre esa cuestión. En el fondo, abrió la posibilidad para prolongar dicha avenida y partir el barrio.

"Los vecinos no han cometido otro delito que preservar su modo de vida"

Y aquí se originó el conflicto, absolutamente evitable, ajeno al barrio, ajeno a su historia, ajeno a la tranquilidad de sus vecinos, a los que se condujo a un enfrentamiento tribal entre partidarios y detractores de la ocurrencia, ajena ésta también a la voluntad de los modernos habitantes del antaño denominado Paseo de Valencia al mar.

La prolongación supone un tajo de 150 metros de ancho a lo largo de más de 800 metros, en medio de un barrio muy tupido, llevándose por delante más de 1600 viviendas. Y choca con la ley, por eso fue el asunto a los tribunales, ya que ésta exige que para alterar la estructura de un entorno urbano protegido (por la misma ley) el resultado ha de ser una mejora. Y ahí está la base del conflicto jurídico que descansa en cuestiones muy debatidas entre los profesionales y académicos.

Pero ahora no tiene demasiado sentido discutir las decisiones de los jueces sino pedir a la administración que nos ahorre a todos el lamentable espectáculo de poner las máquinas a derribar una parte de nuestra historia más entrañable. Si evaluamos el coste de la operación en sufrimiento, en tiempo, en desalojos y si nos ponemos prosaicos, hasta en euros (más de 200 millones solo en expropiaciones), nos damos cuenta de la magnitud del disparate.

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Ningún ayuntamiento europeo abordaría hoy un proyecto de estas características. La mayoría de ellos abjura de las grandes e indiscriminadas aperturas viarias del siglo XIX, o de las operaciones de renovación urbana posteriores a la Segunda Guerra Mundial que arrasaron importantes zonas históricas.

Por otra parte, los diez años transcurridos desde la formulación del plan del Cabanyal constituyen un argumento poderoso para reclamar su revisión, dado que la ciudad ha cambiado, sobre todo los accesos al frente marítimo. Si además nos situamos en coordenadas estrictamente inmobiliarias, resulta dudosa la rentabilidad de la operación.

En lugar de acometer costosas y peligrosas operaciones de reestructuración, nuestros barrios históricos —cito a Fernando Gaja— deberían atender a la mejora de las condiciones de habitabilidad, claramente insuficientes, revitalizando la actividad económica, mejorando las condiciones de vida cotidiana, con dotaciones locales, sociales, populares, no proyectos megalómanos; cuidando el patrimonio no monumental, reduciendo en algunos casos la densidad, tanto demográfica como edificatoria, por la vía de unos esponjamientos de pequeña escala, pactados, esmerados y respetuosos con la estructura urbana…

Eso es lo que necesita nuestro Cabanyal, y ojo, algunos más de nuestros barrios urbanos.

Los vecinos del barrio marinero no han cometido otro delito que intentar preservar su modo de vida, no han luchado tantos años por los ladrillos sino por mantener un barrio vivo, necesitado de mejoras pero en ningún caso en situación terminal. Por eso no hay que pedir el indulto, sino una reflexión serena en torno a un caso que pone a prueba la voluntad conciliadora del Ayuntamiento. Habría que hablar más bien de amnistía, es decir, olvido de un triste y desgraciado proceso que ha generado ya demasiados costes. Y si lo prefieren, también podemos apelar a la generosidad del vencedor.

Qué más quieren, han ganado las elecciones, la oposición está bajo mínimos, los vecinos hartos de tanta agresión y encima los jueces les dan la razón jurídica. Pero todo eso no les concede la razón urbanística ni la razón de los tiempos que corren, por cuanto que tanta modernidad reclamada se lleva mal con este tipo de prácticas destructivas.

Adelante, un poco de coraje político.

Joan Olmos es ingeniero de caminos y profesor de Urbanismo de la Universidad Politécnica de Valencia.

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