El sombrero de Chesterton
La escena más memorable de Tristana, la película de Buñuel, tiene lugar cuando enferma la joven y guapísima Catherine Deneuve. Su amante habla con don Lope para pedirle que se haga cargo de ella, y éste, con los ojos llenos de lágrimas, corre hasta su criada y le dice: "Ahora ya no se me escapa, Saturna. Si entra en mi casa ya no volverá a salir". Ese es el arte de Buñuel, que lo más atroz y mezquino pueda transformarse en algo de una irresistible y conmovedora comicidad. Una comicidad que habla de nuestra pobre y precaria condición humana.
Es el humor del tropezón, de ese golpe de viento que arranca al paseante el sombrero y le hace correr tras él. Chesterton dice que el que una escena así sea grotesca o poética depende de cómo la miremos. En realidad todos los hombres son graciosos, sobre todo cuando algo les importa. El amor es gracioso, ya que suele estar sujeto a todo tipo de inconvenientes. "Los inconvenientes, escribió Chesterton, no son más que el aspecto más accidental y menos imaginativo de una situación verdaderamente romántica". La enfermedad de Tristana irrumpe con su cortejo de reproches y negros humores, y provoca la espantada de su amante; pero don Lope verá en ella la ocasión de vivir su sueño romántico de recuperarla, no importa que desfigurada por el peso de la enfermedad y el fracaso. Por eso don Lope resulta cómico, porque no le importa correr detrás de su propio sombrero.
El sexo en el cine de Almodóvar, como en el de Buñuel, es un espacio de inocencia
Para Buñuel y Almodóvar somos cascarones movidos por nuestros deseos
También los personajes de Almodóvar corren tras las cosas que pierden. Su humor nunca surge de una degradación del objeto, sino del acceso inesperado a un lugar de vida dislocada y profunda. Por eso nos conmueven sus personajes, porque siempre hay en ellos algo intacto, incontaminado, ante cuyo encanto es imposible no rendirse. Es un humor que remite al de los grandes cómicos del cine mudo. Basta con ver una película de Buster Keaton o de Charles Chaplin, para darnos cuenta de hasta qué punto la comicidad de muchas de sus escenas surge de situaciones dolorosas. Es una comicidad que habla de la vida y de la muerte. En La quimera del oro nos reímos porque un hombre ve a otro como una gallina y se lo quiere comer, o porque un pobre vagabundo tienen tanta hambre que se come su bota. También en las películas de Almodóvar el humor surge de ver a sus criaturas al borde del abismo. Tiene que ver con nuestra fragilidad y nuestra locura. Almodóvar nos hace cómplices de los que enloquecen a causa del amor. Llegan donde nosotros no nos atrevemos o no queremos llegar, y siempre hay en ellos un resto de inocencia, un candor que nace de la intensidad de su entrega. A su manera, son santos, pues no hacen sino servir al inquieto dios del deseo.
Son varias las cosas que unen el cine de estos dos grandes creadores. Su voluntad transgresora, su crítica al mundo de lo pragmático, el que ambos se sitúen en ese mundo de los límites, donde proliferan las conductas más disparatas. Las obras de Buñuel y Almodóvar son una crítica al mundo burgués, sus rancias costumbres y su hipocresía. Sus películas hablan de esas fuerzas que nos desarman y subyugan, más allá de nuestras razones, y nos sitúan ante ese "ya no saber pensar" del que habló Henry Michaux: "Más que el correcto saber pensar de los metafísicos, lo que verdaderamente está llamado a descubrirnos son los presentimientos, los sueños, los éxtasis y agonías, el ya no saber pensar".
Ése es el territorio preferido de Buñuel, y esto explica su vinculación con el surrealismo, pues el centro de su cine es la pasión. La pasión ciega e incontenible, que transforma a los hombres en meros juguetes al arbitrio de su fuerza.
El surrealismo se asoma a ese mundo de las pulsiones elementales y los sueños, de ese ciego instinto que agita y hace girar el mundo. Sin embargo, uno no puede dejar de sentir ante muchas de las obras de esta corriente cierta arbitrariedad, la sensación de estar ante un juego poco comprometido, marcado por un esteticismo sombrío que casi nunca resulta tan perturbador como él mismo dice ser. Buñuel siempre lo es, incluso en sus películas menores. En todas ellas nos asomamos a ese fondo oscuro e instintivo que, como la Voluntad de Schopenhauer, mueve el mundo y dirige nuestras vidas, y frente al cual las tímidas representaciones de los hombres apenas son otra cosa que leves figuras de papel.
Y el centro del cine de Almodóvar es esa idea paradójica de Kafka de que hemos sido expulsados del paraíso pero a la vez permanecemos eternamente en él. Por eso en sus películas late siempre la nostalgia de una bondad natural, incompatible con el mundo de hoy, y sus mujeres cuidan jardines que crecen en las azoteas, tienen pequeñas granjas en sus apartamentos, o son sensibles al sufrimiento de los animales, como pasa en Átame, donde Victoria Abril se detiene para ocuparse de una mula que cojea. Pero, sobre todo, es el sexo, el que guarda en su cine esa memoria de lo bueno, porque el sexo en Almodóvar, al contrario de lo que pasa con Buñuel, es un espacio de inocencia. Y es en esta consideración del sexo, y en la presencia salvadora de las mujeres, donde el cine de Buñuel y de Almodóvar resultan más irreconciliables.
Para Buñuel, las mujeres sólo son el oscuro objeto del deseo masculino. Los hombres las persiguen y enloquecen por ellas, pero apenas les conceden otra existencia más allá de la que les presta su propia pasión. El cine de Buñuel carece de grandes personajes femeninos, y sólo en Tristana llegará a crear uno lo suficientemente autónomo. Con Almodóvar sucede lo contrario. Por eso su cine encanta a las mujeres, mientras que el de Buñuel no suele gustarles en exceso, con toda la razón.
Las mujeres de Almodóvar son máquinas de vida. Nadie sufre más que ellas, ni comete más errores, pero recuerdan a esos juguetes de los niños que, por más que se les empuja, siempre quedan en pie. Lo que no quiere decir que su cine sea optimista o complaciente, ya que hasta sus comedias más divertidas guardan un fondo de desolación. Pero ni siquiera entonces deja de hablar de la vida que, a pesar de todo, sigue habiendo en la oscuridad. Tal vez porque sus personajes nunca dejan de tener, como pedía Chesterton, la maravillosa cualidad de transformar los inconvenientes en escenas románticas.
Tanto Buñuel como Almodóvar hablan, en suma, de lo extraña que es la vida y de cómo apenas somos otra cosa que frágiles cascarones traídos y llevados por nuestros deseos. Ambos piensan que no ha cesado el tiempo del diluvio, y que, como Noé, no renunciamos al sueño de construir un arca para escapar. Pero hay una diferencia esencial entre ellos. Para Buñuel esa arca nunca llegará a flotar. Su humor oscuro y fatal nace del disparate de su construcción en el desierto y del inevitable fracaso que acompañará a los que se refugien en ella. Su cine nos dice que no hay salvación posible. El cine de Almodóvar nace del milagro de que el arca soñada se mantenga a flote. Habla de su deriva en la noche, y de la vida que inevitablemente tiene lugar en ella. Almodóvar piensa que no es fácil pasarse cuarenta días y cuarenta noches en un espacio tan exiguo sin que pase nada, sobre todo si el sexo anda por medio. Nadie sabe como él que, donde hay parejas y semillas, hay promesas de amor, infidelidades, mentiras, torrentes de lágrimas, hermosas canciones, y alguien como Polvazo, el violador de Kika, que siempre se las arregla para llegar con su ramita de olivo de un lugar sin culpa.
Gustavo Martín Garzo es escritor.
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