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Columna
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Barullo de pasión

Visto un día cualquiera de esta pasada Semana Santa. La procesión se abre paso entre la gente, encabezada por un enorme crucifijo que es llevado ceremoniosamente por un grupo de monjes. La visión es un poco desangelada y, como siempre en estas ocasiones, me pregunto si acaban de empezar o van de regreso. Suenan los tambores, reforzando esa sensación -entre llamada a la milicia y entierro vikingo- que produce esta clase de desfiles. A ambos lados, unas cuantas mujeres, con la cara velada por negras mantillas de encaje, siguen la ceremonia con evidente recogimiento. Al mismo tiempo, un predicador de origen andino y fe evangélica -acompañado por sus cuatro rollizas adláteres- proclama a pleno pulmón que "el Fin se Acerca y Jesús es la Fuente de la Vida" (así, todo en mayúsculas). Mientras, un centenar de espectadores asistimos a la escena -entre curiosos y bromistas- al ritmo de los flashes de nuestra ración de turistas. En estos momentos, contando a la baja, debemos tocar a dos visitantes y cuarto por cada residente.

Pasa la comitiva y, unos minutos más tarde, volvemos a escuchar tambores. Pero el aire lúgubre y marcial ha desaparecido, y en su lugar domina la batucada. Ahora, quienes desfilan son cinco adolescentes ligeritas de ropa, que danzan y mueven el pandero al son de la música. De sus biquinis cuelgan unos jirones de tela basta, de intenso color verde. Y sobre sus cabezas, agitándolo cual profecía apocalíptica, cada una de ellas sujeta un cartel que reza: "La Verdura es Vida" (también en mayúsculas). A todo esto, la tasa de turista por habitante -que pasa ya de tres por autóctono- no sabe si Verdura es una santa del lugar, si las señoras con mantilla son de una asociación de dietistas radicales, o qué.

El follón ha durado apenas 15 minutos. Los transeúntes siguen su camino, haciendo buena la calle como ese lugar en el que puede ocurrir cualquier cosa. Tan fugaz como sucede se evapora, sin dejar memoria. Quizá, a lo sumo, alguna fotografía con la que un turista, de regreso de sus vacaciones, martirizará a sus amistades contándoles lo extrañas y festivas que son nuestras fiestas locales.

En el mundo de hoy, lo que no es duda es conclusión precipitada. Por eso, lo único en lo que coincidimos todos -convertidos, en aquel justo instante, en comunidad espiritual- fue en que el predicador -hecho un puro chillido- era un pesado de narices.

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