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OPINIÓN
Columna
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Absurdistán

Influido por su yerno, su hija, Berezovski o el vodka, Borís Yeltsin nunca decepcionaba a los amantes de las emociones fuertes. Cuando su larga caravana de vehículos (ambulancia incluida) enfilaba hacia el Kremlin desde su dacha, incluso en fin de semana, ya se olía la purga. ¿A quién iba a fulminar? ¿A un primer ministro, al jefe de su administración, a su médico personal, al que le azotaba en la sauna con una rama de abedul?

¡Qué tiempos aquellos! Ni siquiera la televisión pública era ajena a la manipulación de los oligarcas. Y la prensa, la televisión... cuánto contraste, cuánto escándalo, cuánto disparate. Jugosos menús informativos: un fiscal general fotografiado con prostitutas, asesinatos mafiosos a troche y moche, atentados salvajes, un antiguo hombre de confianza que tiraba de la manta y descubría escándalos sin fin, el oso rojo humillado por el ratón checheno, una crisis financiera que robaba los ahorros que no estuvieran a salvo debajo del colchón. Y pensiones de 30 euros al mes, abuelas vendiendo unas bayas en la calle, miseria y desigualdad.

Un desmadre. No parecía Rusia, donde el poder siempre ha atado corto. Ni la Rusia de Iván el Terrible, ni la de Pedro el Grande, ni la de Catalina la No Menos Grande, ni la de Nicolás II, ni la de Stalin, ni la de Breznev, ni la de Gorbachov (aunque con él empezó todo)... Un desmadre que se convirtió en sinónimo de Rusia.

Era Absurdistán, y perdón por robar el título a la desopilante novela de Gary Shteyngart, donde el absurdo se localiza tanto en San Leninsburgo como en el Cáucaso.

Pero en los últimos ocho años no ha habido pluralismo, ni oposición, ni caminos tortuosos, ni caprichos repentinos, ni cambios de rumbo, casi ni escándalos. Con Putin todo ha sido previsible, unidireccional, serio, incluso fúnebre. Férreamente controlado. Otra vez la Rusia de siempre.

Bromas, las justas. Y desafíos, ninguno. Que le pregunten a Berezovski, a Gusinski, a Jodorkovski, a la viuda de Litvinenko.

Los rusos, sin alternativa, votaron dos veces a Putin, y ahora, con la misma disciplina de tufo soviético, no más alegres, pero sí menos pobres (gracias, don Petróleo), votan, obedientes, por el sucesor designado.

Hay, pues, relevo en el Kremlin. ¿O no?

Medvédev está donde está por el dedazo de Putin, que se va pero se queda, o se queda aunque se va. ¿Se independizará de su mentor? El zar siempre es el zar, y este nuevo es más joven, occidentalizante, no fue agente del KGB y es fanático de Deep Purple. No debería ser una réplica de quien repuso el himno soviético, aunque ambos idolatren la misma palabra: estabilidad. ¿O sí?

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