El fuelle del diablo
Montreux, una tranquila población suiza a orillas del lago Léman, acoge todos los veranos desde 1967 a un famoso festival de jazz. Una noche de mediados de los ochenta, en la reconstruida sala del casino -se quemó durante una actuación de Frank Zappa en un incendio inmortalizado por Deep Purple en la canción Smoke on the water-, cinco músicos salen a escena. Completamente de negro. Se colocan ante un piano, un contrabajo, una guitarra eléctrica y un violín; el quinto, al frente, pone el pie sobre un taburete, toma entre sus manos un pequeño acordeón, abre el fuelle extendiendo sus brazos y al cerrarlo bruscamente emite un sonido desgarrador. Arrancaba así uno de los conciertos más sobrecogedores que uno recuerda.
Música apasionada, dramática, transgresora... La de un revolucionario nacido el 11 de marzo de 1921 al fondo de una dulcería de Mar del Plata -dicen que envuelto en un intenso olor a vainilla- y bautizado con el nombre de Astor Pantaleón Piazzolla. Conviene recordar que el hombre que llevó el tango de los pies a la cabeza nunca fue santo de la devoción de los tangueros. Ya celebrado en todas partes aún había algún gracioso en Argentina que le soltaba un "¡tóquese un tango, maestro!". Al fin y al cabo habían intuido que aquel tipo difícil nunca sería uno de los suyos. Porque quien heredó el bandoneón de Aníbal Troilo de manos de su viuda y que, todavía de pantalón corto, había participado en un papel de vendedor callejero de diarios en la película El día que me quieras del gran Carlos Gardel -el mito le habría dicho "pibe, vos vas a ser algo grande, te lo digo yo, pero el tango lo tocás como un gallego"- siempre soñó con hacer música, no tango. Roberto El polaco Goyeneche zanjó el debate: "¿Quiere que le diga una cosa? Yo creo que fue Dios que lo mandó al mundo para desasnar orejas de burro".
Astor Piazzolla rompió los límites de lo que Discépolo definió como un pensamiento triste que se baila. Una joven portuguesa que creció en Suráfrica, y hoy estudia y trabaja en San Francisco, al reproducir la vieja liturgia que disfrutan por igual un finlandés o un japonés que un porteño, se permite viajar a otra época y otro espacio cuando el presente no es lo que ella soñó. Decía la cantante Adriana Varela que el tango es deseo y que el deseo es lo que nos salva de la locura. Se gestó en tiempos de desesperación, rabia, soledad... de inmigrantes llegados a Buenos Aires con el anhelo de una vida mejor, en tabernas y lupanares de muelles y arrabales. Con la nostalgia del prusiano bandoneón, un pequeño acordeón cromático que incitaba al baile lascivo y pecaminoso y en el que la Iglesia católica vio a un aliado del diablo.
En días de chikilicuatres y academias de estrellas es un bálsamo recurrir a las grabaciones de Piazzolla. Estremecerse con el arrollador Libertango, la conmovedora Milonga del ángel o el Adiós nonino, que compuso a la muerte de su viejo. Buscar el disco Nuevo tango: hora cero, del que afirmó era lo mejor que hubiera grabado jamás -aseguraba que los cinco dejaron en él sus almas- y con el que se sentía orgulloso de poder decirles a sus nietos: "Esto es lo que fuimos".
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