Y ahora, Gil-Albert
Juan Gil-Albert no era precisamente un furibundo nacionalista, tampoco un comunista enfebrecido, ni siquiera uno de aquellos compañeros de viaje de cuando el rojerío internacional campaba por sus respetos. Pulcro escritor provisto de un castellano muy de fiestas de guardar, adornado a veces por una prosa brillante y caudalosa, incluso encontró en las páginas de un diario como el antiguo Las Provincias la oportunidad de publicar por entregas su estupenda Crónica General. Nada de todo eso y algo más vale para salvarlo de esa tardía quema de libros que viene a suponer la erradicación de su nombre en el Instituto alicantino, dependiente de la Diputación, que hasta ahora se honraba con ese apelativo. Como no creo que nadie se atreva a proponer el nombre de Díaz Alperi para sustituir al del ahora defenestrado Gil-Albert, aprovechando tal vez que ya no proyecta sombra, quizás se prepara el camino para embellecer con algún rótulo al alicaído Eduardo Zaplana, a cambio de lo mucho que ese gran político ha hecho por su región adoptiva. Cosas más gordas se han visto.
No voy a citar ahora aquello atribuido (creo que por error) a Bertold Brecht sobre cuando los nazis fueron a por los judíos, y nadie se movió, después a por los comunistas, y nadie lo evitó, luego a por los tullidos, etc., y cuando fueron a por los liberales ya no quedaba nadie para defenderlos; pero sí cabe preguntarse a quién molesta Gil-Albert a estas alturas y si sus oponentes se habrían atrevido a dar tan ridículo como escandaloso paso hace apenas cinco años. La respuesta acaso se relaciona de alguno modo con la histeria general hacia lo diferente, de manera que poco a poco nos irá alcanzando a todos, porque todos somos diferentes ante la indiferencia general. En la lógica de la derecha valenciana está ningunear a Joan Fuster para ensalzar a González Lizondo, injuriar a Ovidi Montllor para deleitarse con Rosita Amores, poner entre paréntesis a Alfaro para preferir a Antonio Sacramento o despreciar al Equipo Crónica para rendir agasajo a Elena Negueroles. En esa línea de despropósitos, tenía que llegarle el turno a un Gil-Albert que tampoco hizo daño a nadie, que vivió tranquilamente en su casa de Taquígrafo Martí y que era, por lo demás, una de las personas más educadas de este mundo. Nada de eso le salvará de la hoguera, afortunadamente simbólica.
Ir ahora contra Gil-Albert de esa manera emboscada viene a ser algo así como una estúpida y perversa venganza del chinito. Claro que ¿por qué tiene que figurar el maestro en el nombre de una institución de la Diputación alicantina cuando ellos ni siquiera disponen de un relevo de esa categoría? El despropósito, que no se si incluye también un cambio de orientación en las actividades de la institución que lo propicia, es más pegajoso todavía si se considera que durante muchos años, a partir de su regreso a Valencia desde el exilio, Gil-Albert pasó casi desapercibido salvo para algunos fieles, y que empezó algo tardíamente a ser publicado con reverencia en Barcelona, una vez que Gil de Biedma y Carlos Barral, que no eran precisamente Joaquín Ripoll, se apercibieron de la tenaz importancia de su obra. ¿También tiene que pagar ahora la afortunada circunstancia de haber sido profusamente editado en Barcelona en castellano? Dicho de otro modo, la derecha valenciana se lleva peor con Joan Fuster que con Juan Marsé o Eduardo Mendoza, sólo porque les pillan más lejos. Por ahora.
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