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Columna
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La Pasión, según el PP

La palma que el arzobispo Rouco empuña a las puertas del palacio Real, a dos pasos de la desalmada catedral de la Almudena, no es precisamente la palma del martirio, sino la gozosa del Domingo de Ramos. Pero no hay gozo alguno en el rostro, se diría tumefacto en la instantánea de la agencia Efe, de Su Eminencia, no se sabe si cegado por el sol dominical o por sus férreas convicciones. La palma que enarbola en su siniestra mano parece a punto de convertirse en azote de fustigar impíos o flagelar espaldas penitentes.

He aquí un arzobispo dispuesto a hacer la pascua a sus feligreses y sobre todo a los que se obstinan en no serlo, en desapuntarse de la nómina bautismal, en apostatar pese a lo mal que suena esa palabra de connotaciones infames y heréticas, un vocablo arrojadizo cuya enunciación lleva consigo una condenación eterna. Juliano el Apóstata, pronunciaba llenándose la boca de consonantes el profesor de religión y la pe y las tes reverberaban amenazadoras en los muros del aula.

Por qué está cabreado el arzobispo, qué nubes de tormenta velan su mirada escondida tras las rendijas de sus párpados. La procesión va por dentro aunque hoy vuelve a encontrarse de nuevo a la cabeza visible e indivisible de la cúpula episcopal y, según informan destacados vaticanistas, su prestigio y su predicamento crecen en los círculos más íntimos de la Santa Sede. ¿Entonces? A qué viene ese ceño adusto y ese gesto que más que pastoral parece de celoso mastín de los católicos rebaños que se pierden por la parte de Rivas, donde los ateazos del Ayuntamiento facilitan los trámites apostatantes, seguramente con la complicidad de Internet. El gesto de Rouco no destila majestad episcopal, ni comprensión cristiana, ni benevolencia alguna, es su gesto de máximo responsable de la Cope inmerso en una batalla cuerpo a cuerpo y grito a grito contra el nefando pecado del laicismo.

Escrutando devotamente la foto que abría las páginas de Madrid el pasado lunes se percibe en el moflete cardenalicio la presencia de un apósito, un indiscreto rectángulo blanco quizá secuela de uno de sus encontronazos diarios con el mal del descreimiento. Desde luego no me atrevo a deducir que la posible tumefacción provenga de haber puesto la otra mejilla ante una agresión, no es su estilo, tal vez sólo sea un arañazo provocado por un aguzado brote del palmito.

La grey católica votó en Madrid como Dios manda y la Iglesia nos adoctrina, pero los sufragios de los madrileños no bastaron para devolver el gobierno de la nación a manos cristianas. El arzobispo no tiene cara de Domingo de Ramos, sino de lunes de vía crucis. Ha empezado la Semana Santa, los descreídos y los débiles partieron de pagana vacación y a los fieles les queda aguantar la vela en la eterna procesión de los agravios.

Mariano Rajoy asciende al Gólgota de su pasión mientras se multiplican a su alrededor los cirineos y cirineas dispuestos a aliviarle de tan onerosa carga hasta dejarle clavado y bien clavado, erguido o en cuclillas, en la cima del Calvario.

El que no está conmigo está contra mí, con esta perogrullesca y evangélica sentencia, Mariano Rajoy, ha sembrado la inquietud a su alrededor, Esperanza Aguirre, arrepentida magdalena, reconoce que ha pecado de Lesa Majestad, ella y sus sayones mediáticos conspiraron con el Sanedrín para descabalgar al Mesías.

Sánchez Dragó como el Bautista, criado leal, y Federico Por Todos los Santos, el monaguillo rebelde, sembraron la cizaña en el Getsemaní de Mariano. Tiempo de mortificación y penitencia, jornadas de reflexión en busca del arrepentimiento, días de llanto y de crujir de dientes, de purificación y catarsis hasta que se produzca el milagro de la multiplicación necesaria de los votos y de los escaños. Perdónalos, Señor Mariano, porque no sabían lo que hacían, mejor dicho, sí sabían lo que hacían, pero no sabían que les iba a salir tan mal.

En la cima del Gólgota, a diestra y siniestra de Mariano el crucificado, Acebes y Zaplana, el buen y el mal ladrón, aún demasiado crispados como para ascender a la cúpula del paraíso. Pizarro anda buscando a Judas para invertirle las 30 monedas y Esperanza se hace hueco entre las santas mujeres en vísperas de la Resurrección; si es preciso suplantará a la Verónica para enjugar el sudor del rostro de Mariano y ofrecer su imagen milagrosa a los feligreses de Telemadrid. Cualquier cosa antes que aceptar que Ruiz-Gallardón pueda convertirse en el discípulo predilecto.

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