Neoliberales por castigo
Todo el mundo anda últimamente muy preocupado por la desaceleración económica. Es natural, cuando se convive durante tanto tiempo con tasas de crecimiento cercanas al 4% la mera constatación de que las cosas no van a ser como antes produce un vértigo irreprimible al ciudadano de a pie. Un vértigo, por lo demás, perfectamente comprensible porque ni él es el culpable de lo que pasa ni está obligado a entenderlo. Para eso tiene doctores la Economía.
Ahora bien, quienes desde luego no tienen derecho alguno al lamento, a pesar de ser los que más lo ejercitan, son esa pléyade de neoliberales papanatas que tanto abundan por algunas aulas universitarias, determinados periódicos conservadores y pedantes tertulias matutinas, dedicados a proclamar a los cuatro vientos las bondades de la libertad de mercado, previniéndonos de paso en contra de la ominosa presencia del Estado en todos los ámbitos de nuestra vida, particularmente en el económico. Ni en mi cartera ni en mi bragueta tituló uno de sus célebres artículos el economista catalán Sala i Martín, conocido por su defensa pertinaz del liberalismo, con la finalidad expresa de avisar a los legos en la materia de los múltiples desastres a los que nos aboca casi siempre el intervencionismo estatal.
Y no es que no lleven parte de razón. En las diversas ocasiones en las que el Estado ha pretendido intervenir en los mercados de bienes (por ejemplo fijando precios máximos), con el falaz argumento de facilitar el acceso de aquellos a las familias con rentas bajas, la consecuencia ha sido siempre la misma: escasez o aparición del mercado negro. Está pasando en Venezuela con la leche y pasa aquí, en España, desde hace tiempo, con el agua, a pesar de que jamás he escuchado propuesta alguna proveniente del sector liberal-conservador autóctono que proponga aumentar el precio de ésta (y sí por ejemplo la de aumentar el gasto público bajo la forma de trasvases). Una incoherencia flagrante (una más) que, sin embargo, les proporciona interesantes réditos políticos.
Pero una cosa es el intervencionismo ingenuo en los mercados de bienes (en cuya inutilidad todos coincidimos), y otra, muy diferente, la perentoria necesidad de regular el sistema financiero en su conjunto. Entre otras cosas porque de su credibilidad y transparencia depende el buen funcionamiento del resto de las actividades económicas. Pues bien, hablemos claro. El origen de esta crisis que hoy padecemos se encuentra en la asunción irresponsable por parte de la Aministración Bush de las propuestas liberales que los colegas americanos de Sala i Martín pusieron en sus manos en materia tan delicada como la financiera. Para esta cuadrilla de neocons sabelotodo, ni la Comisión de Valores ni la Reserva Federal debían entrometerse en los "asuntos de la cartera", dejando que bancos y fondos de inversión hicieran prácticamente lo que les viniera en gana. Y, naturalmente, esto es lo que hicieron, demostrando una vez más que cuando a las instituciones privadas que manejan el dinero de los demás se les permite que actúen en libertad total en el mercado no pasa mucho tiempo sin que la usen para enriquecerse por cualquier medio.
Algunos mantienen que los predicadores del liberalismo radical deberían indemnizarnos a todos por ello. A mí me bastaría con que dejaran de sermonearme todos los santos días del año.
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