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ENTRADA GENERAL
Columna
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Objetos desaparecidos

Dicen que el sector de la construcción está en crisis y que la burbuja inmobiliaria se ha evaporado cual pompa de jabón. No discutiremos esa noticia que -con cierta alarma en la voz- nos repiten cada día los medios de comunicación. Será así si los especialistas en el ramo así lo dicen. Pero el universo es ancho y en él cabe de todo. Por ejemplo, mientras escasean las obras y cientos de albañiles se van a hacer cola a la cola del paro, hay una calle en Barcelona que -erre que erre- parece empeñada en llevarles la contraria.

- El Portal de l'Àngel está en pleno pelotazo inmobiliario. Primero fue un edificio que sólo tenía que ser restaurado. Más tarde -¡ale hop!- un cine se convirtió en un solar. Y ahora, hasta cinco inmuebles de su tramo central están siendo -¡al mismo tiempo!- rehabilitados o convertidos en pisos de alto standing. Es como si, del mismísimo asfalto, se hubiese levantado un vendaval de andamios, contenedores y poleas que -como medievales máquinas de asedio- han puesto cerco a la antigua fisonomía de esta pequeña avenida.

- La cosa parece imparable. Desde la plaza de Pi i Sunyer hasta la confluencia con Comtal, lo que ayer fue fachada venerable está hoy cubierto por grandes lienzos, bajo los que pulula un ejército de obreros. De ser una de las vías menos habitadas de la ciudad -cuyas ventanas al caer el sol quedaban vacías-, se está convirtiendo en un boyante enclave de lujo -más céntrico imposible- que hará las delicias de todo aquel que pueda pagarse el caprichito.

- Todo esto no sería noticia si no fuese por la mala tradición del lugar, donde cada vez que se hacen obras se pierde algún objeto que parecía llevar toda una vida allí. Primero fue la desaparición de las estatuas de la fachada de Can Jorba, al convertirse en El Corte Inglés. Después, la relojería que había en la esquina con Santa Anna se transformó en una tienda de Swarovski, y un buen día amanecimos sin el reloj de pared en el que -desde hacía casi un siglo- varias generaciones de paseantes habíamos puesto en hora nuestras muñecas. Ahora le ha tocado el turno a la fachada del cine París y a las emblemáticas farolas antorcha de la Catalana de Gas, que por lo visto no volverán a crepitar cual fósforos prendidos por el gigante del Pi. Ante lo cual, uno ya no sabe si lo que siente es nostalgia malsana o una creciente preocupación por saber adónde ha ido a parar nuestra identidad visual.

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