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Columna
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Un minuto

Manuel Rivas

Se cuenta que los vikingos dejaban durante un minuto la boca del difunto al descubierto, antes de arrojar la última palada de tierra, por si tenía algo que decir. En el estadio de San Mamés, también conocido como La Catedral, se intentó el pasado domingo ese minuto de silencio en señal de duelo por el asesinato de Isaías Carrasco, ocurrido dos días antes en Mondragón. Era un gesto de valor cívico y justicia simbólica. Era la primera vez que en San Mamés se hacía este homenaje a una víctima del terror nacionalista de ETA. Hay quien sostiene que estos ritos son contraproducentes, no por oponerse a su significado, sino porque en las grandes canchas deportivas siempre hay alguien dispuesto a hacer añicos ese minuto de silencio, por noble y dramática que sea la causa invocada. Hay personas que no soportan el silencio de la multitud, al margen del motivo, aunque es más frecuente la fobia al ruido y a la masa. Hay también quien padece cronofobia, que es el miedo a la duración. Un minuto puede eternizarse. Y, en fin, hay incluso quien sufre frenofobia, que es el miedo a pensar. Un minuto da mucho para cavilar. Pero no estamos hablando de tres o cuatro gritos de desesperación, provocados por el doloroso peso del silencio. En este caso, fue un nutrido grupo humano, que las noticias identifican como los del "fondo norte", el que no sólo rompió el silencio, sino que soltó, y disculpen el eufemístico lirismo, tutto il male che in bocca le venia. He oído y leído opiniones de personas indignadas que califican a estos sujetos como "animales". No. Son humanos. En la zoología, no hay ningún caso de animales que jaleen la muerte. Sin saberlo, representaban una tragedia clásica con estética hooligan y lenguaje corroído. A Isaías sólo le concedieron ocho segundos de silencio. Pero en ocho segundos un muerto puede decir la hostia de cosas.

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