El emergente
Cuando finalmente se cumplió la anunciada llegada del Emergente, lo hizo en medio de un sinfín de signos, relámpagos y prodigios: hubo truenos, cometas, luminarias deslumbrantes, sacrificio de bestias, fogatas, convites y juegos corporales, en honor de un alto magistrado, a quien sus adversarios habían vapuleado, por segunda vez consecutiva, y a quien el Emergente, tan pronto asomó la cabeza, juró fidelidad y nuevos ímpetus en las próximas contiendas.
Hay tierras de profetas, de mártires, de ermitaños y también hay tierras de emergentes, aunque el maltrecho magistrado no las tenía todas consigo: de aquella tierra que lo era también de trapicheos y cortes de muy ilustres imputados, ya salió, años atrás, un falso Emergente de buen porte y mejor palique, eso sí, pero que después de embaucarlos, se dio a la caraba y al refocilo, le mudó el gesto, lo puso a los pies de las urnas, y cuando lo sacudió la derrota, se alistó de raso en el pelotón de los listos, es decir, de los que adornan pasillos y hemiciclos, a cambio de lo cual conservan dormilona, chapa y paga, a costa de unos votantes a quienes los poderosos, una vez cumplida la ceremonia electoral, se las pelan, para hibernarlos durante el siguiente cuatrienio, que es como menos incordian.
El alto magistrado examinó de reojo al joven Emergente y se le antojo un hábil artesano a la hora de las pelotillas, aunque le asaltaba la incertidumbre de su destino: ¿conocería el trayecto más corto por donde debía llevarlo al lugar deseado? En aquel lugar, lo esperaba la maga que se le ofrecía de alfombra, hasta las puertas del palacio, que por dos veces había pretendido conquistar. Cierto que uno de los más notables prodigios que se habían obrado a la llegada del Emergente, en aquella remota comunidad de no sabía bien qué, era la desaparición de las tribus hostiles a sus propósitos: las había laminado, sin contemplaciones. Apenas quedaba un tenue rastro de antiguos lamentos, y después un silencio que nadie se atrevía a rasgar. El Emergente, tras salirse muy por arriba del techo que le otorgaron los institutos de augurios, había arrasado unas filas contrarias que ya andaban más que herrumbrosas y, en ocasiones, muy debilitadas por sus propias y faustas rivalidades. El Emergente se merendó, en un desfile de filigrana y portento, a socialistas con iconos de postín, a gentes con cinco estrellas en la bocamanga de la izquierda o a un personal con cuatro barras en la gorra de plato.
Así fue como el Emergente emergió en medio del fragor de los sufragios, de las urnas y de las campañas gozosas, para llevarse no solo al gato, sino a otros mamíferos de más lustre y rédito, a las aguas de su remolino. Y así fue también cómo el alto y compungido magistrado buscó consuelo en estas tierras y en las que le airea la maga. Este magistrado de pueblo, que hacía oficio de las propiedades ajenas, y al que de golpe empezaron a echarle películas de raza y de espejismos imperiales, hasta ponerle más que firme, avinagrado el ademán, está ahora entre Madrid y Valencia, entre la maga y el Emergente, absolutamente indeciso. El Emergente no le quita el ojo de encima. Y la oposición, ¿qué pinta aquí?
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