De puntilla a puntilla
Solían ir juntas a todas partes y aunque no eran hermanas gemelas se vestían siempre igual. Caminaban quedo con esa figura bajita y esbelta que permitía lucir los laboriosos encajes que ellas mismas hacían y que arrebataban las miradas de caballeros galantes y damas curiosas que a principios del siglo XX se daban cita en el Liceo de Barcelona.
Eran las hermanas Antònia y Montserrat Raventòs i Ventura, quienes permanecieron señoritas hasta el día de su muerte, contrayendo nupcias únicamente con el arte del encaje. Desde muy pequeñas su madre les enseñó la técnica del bolillo; sin embargo, su inquietud y deseo de continuar con una tradición que decrecía en Cataluña les llevó a descifrar el arte de las puntas. Así en 1932 iban a los museos, especialmente a la Casa de l'Ardiaca, y pedían que les sacaran de las vitrinas los encajes antiguos del siglo XVI para copiarlos. Se quedaban horas y horas haciendo y deshaciendo, hasta que lograban imitar el estilo de una punta de Francia, un Alençon o punta de gasa. Nada fácil para aquella época en la que no existía mucha literatura que explicara las diferentes técnicas del oficio, pues la tradición se transmitía de manera oral de generación en generación dentro de las familias y los conventos.
Ahí andaban las hermanas Raventòs de un sitio a otro cargando sus hilos, las agujas y el bolillero, convenciendo a las mujeres de la burguesía catalana para que abandonaran el cotilleo en los salones de té y se unieran a su labor como aprendizas, rescatando así un género artesano que en el siglo XIX había experimentado su mayor auge en Cataluña.
Las dos hermanas instruyeron a un gran número de mujeres en las técnicas puras del encaje y se convirtió en pilares de dicha enseñanza; tanto, que en 1951 la catedral de Barcelona les encargó los encajes de un mantel para el altar mayor, el cual debía estrenarse con motivo del Congreso Eucarístico celebrado al año siguiente. La puntilla medía 50 centímetros de ancho y 7,5 metros de largo, y trabajaron en ella 39 encajeras durante nueve meses.
Sin proponérselo, elaboraron un encaje con características propias al que bautizaron con el nombre de punta de Barcelona, pues los encajes normalmente toman el nombre del lugar donde fueron creados. Antònia y Montserrat nunca imaginaron que aquella pieza, además de ser reconocida en toda Europa, formaría parte del ajuar de novia de la infanta Cristina.
Años más tarde, fundaron la Escola de Puntaires de Barcelona, que desde 1962 se ha consolidado como uno de los centros más importantes en la formación de encajeras del país. Los secretos de las puntas son ahora desvelados por las discípulas de Antònia y Montserrat, como Carolina Curriu, de 95 años, quien enseña la puntilla de aguja a alumnas que vienen de todas partes de Barcelona, y Angelina Clar, cuyos encajes aún germinan de ese bolillero que le regalaron los Reyes Magos cuando era niña. Entre el tintinear de los bolillos, me presentan a Ana Vera, que tomó tanto cariño a los encajes como a las hermanas Antònia y Montserrat, a quienes acompañó hasta el día de su muerte, cumpliendo su deseo de continuar con la Escola de Puntaires. Junto a ella está Rosa Zapater, de casi 80 años, cuya habilidad le permite crear espléndidas blondas.
Sus creadoras ya no hacen esos encajes kilométricos mientras esperaban la llegada del marido que partió a la guerra o para canjearlos por comida como ocurría antiguamente. En ese local de la calle de Sant Erasme, en el barrio del Raval, con hilos se construyen pequeños sueños para ser obsequiados a la hija que se casará, la nieta que hará la primera comunión o el bisnieto que nacerá. Cada punto inmortaliza siglos de tradición.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.