El amargo trago del candidato
Francamente, si uno pudiera elegir, lo ideal sería reemplazar a los dos candidatos protagonistas. Ante esa imposibilidad, sin embargo, la fatalidad se une a la resignación y la resignación al aburrimiento. ¡Cuatro años por delante cuando ya nos parecía una eternidad la media hora que quedaba tras la pausa!
Sin duda, los asesores mediáticos introdujeron algunos sabios retoques en las intervenciones del primer debate pero ni la cursilería de la niña de Rajoy ni la inyección de cafeína a Zapatero en el intermedio alteraron sustantivamente el desarrollo del argumento. Rajoy desprecia a Zapatero hasta el punto que una y otra vez parece realizar un esfuerzo ímprobo para recordar su apellido, pero Zapatero, de otro lado, odia a Rajoy en parte porque le gana siempre en los choques y, en parte, porque no le permite que su buenismo encantador o despacioso se despliegue hasta conmover la atención de los espectadores.
En el pugilato cronometrado y rígido a Zapatero siempre le queda algo por decir y a Rajoy le sobra tiempo para ponerlo verde. Es una cuestión de temperamento, pero también, indudablemente, de talante sexual y de elocuencia. Rajoy se atreve a acusar a Rodríguez Zapatero secamente de que "no se entera" y el espectador tiene la sensación de que efectivamente el presidente ha dedicado más tiempo a dialogar dulcemente que a aprenderse las circunstancias de la patria. Zapatero confió tanto en el milagro de su buena intención espiritual que parece haber distraído el tiempo necesario para el estudio concreto. Además de que físicamente no ha contado nunca con una potencia a la altura de algunas exigencias. ¿Una carencia imperdonable? No es seguro, porque quizás no poca de la simpatía personal que ha cosechado en las encuestas podría llegar de la ternura que despierta su gota de feminidad o benevolencia.
Poco más o menos como en el primer debate, Rajoy aparecía como el matón que atosiga, y Zapatero como el chico bueno que debe soportar la injusticia y los mandobles en el recreo. Sólo mediante la virtual inyección estimulante que recibió en el intermedió pudo acusar a Rajoy de que "ni la pió" en su momento sobre no sé ya qué tema. Pero, en la conclusión, ("buenas noches, buena suerte", por Dios) volvió a adoptar el aire seráfico, climático y casi celestial con el que ha querido gobernar las almas. Por contraste, Rajoy se sacaba de nuevo el cinturón con una mano y ofrecía con la otra la sensatez patriarcal de toda la vida. No supo ni siquiera asumir el error de su cuento infantil del lunes pasado y volvió a evocar a la niña para que, en contra de su firmeza, dejara sobre el televisor un regusto pueril y falaz que estropeaba la sumaria memoria del compendio.
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