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Crónica:IDA Y VUELTA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Presencia lejana de Mompou

Antonio Muñoz Molina

Desde mi asiento en el auditorio de la Fundación Juan March puedo ver de cerca las manos del pianista Javier Perianes, que está tocando la Música callada de Frederic Mompou. Mientras la derecha pulsa unas notas tenues muy separadas entre sí la izquierda se dobla hacia arriba por encima de la muñeca y los dedos se curvan como para apresar cautelosamente algo, o para dibujar una forma invisible o un gesto de una danza. Las manos del pianista tocan la música que se oye, pero también, con esos gestos encima del teclado, repetidos en el espejo negro del piano, parece que tocan, o rozan, o sugieren, la otra música, la música callada que Mompou persigue en San Juan de la Cruz: ...la música callada / la soledad sonora / la cena que recrea y enamora. Es importante el último verso de la estrofa: en el recogimiento que sugieren lo mismo San Juan que Mompou, en su misticismo de una contemplación tan absorta que parece detener el tiempo, no sólo hay soledad, sino también complacencia, la cena que recrea y enamora, un deleite pasional soñado o compartido, un disfrute de las cosas que están en el presente o que se recuerdan, resonando en la conciencia como la nota que la mano ya no está tocando resuena todavía en el aire.

Las manos del pianista tocan la música que se oye, pero también parece que tocan, o rozan, o sugieren, la otra música, la música callada que Mompou persigue en San Juan de la Cruz
Deseaba hacer música con las menos notas posibles. La contención y la reserva con que él mismo definió su música se corresponderían con su extremada timidez personal

No sin remordimiento he salido de mi cuarto esta tarde para venir al concierto, a una hora en la que se me ha ido imponiendo sin que yo me lo propusiera la costumbre de trabajar. Tan sumergido en lo que hago que no me llegan los ruidos del jardín ni los de la calle, y que me olvido de poner música o de escucharla al azar en la radio. Pero a Mompou no lo asocio al espacio público de una sala de concierto, sino a la intimidad de este cuarto que ahora, desde hace meses, no abandono nunca por las tardes. Es sólo aquí donde he escuchado muchas veces la Música callada en el disco que grabó Javier Perianes hará dos años para Harmonia Mundi. Tan exactamente se corresponde con el espacio de mi cuarto que se me hace raro escucharla en otra parte, esforzándome por aislarme de las presencias ajenas con las que esta música rigurosa parece incompatible, con las toses que arruinan silencios, con esa señora de la primera fila que no resiste cada pocos minutos a la tentación de explorar sin éxito el interior de una bolsa de plástico, tanteando recipientes sucesivos, el último de los cuales, como después se descubre, era el envoltorio de un caramelo. Muy joven, vestido de negro, Javier Perianes parece un pianista zen. Mientras las dos manos se quedan en suspenso en el aire al final de una de esas piezas tan breves se vuelve hacia la señora y se la queda mirando con una expresión admirable de resignación y fastidio, casi de desafío. Pero enseguida se olvida de ella, con la serenidad budista que habrá adquirido estudiando esta música, que exigirá a su intérprete un grado monacal de concentración y disciplina, manos capaces de tocar cosas que no llegan a escucharse y un oído como el que sería necesario para percibir aquella palmada de una sola mano a la que alude otro maestro del decir callando, J. D. Salinger.

Mompou decía que deseaba hacer música con las menos notas posibles. Sus testimonios escritos son tan breves, tan entrecortados, como sus composiciones, y dejan una sensación parecida de enigma, de presencia lejana, según dice Vladimir Jankélévich en el ensayo clarividente que le dedicó. En la Barcelona wagneriana de su primera juventud optó por la refinada concisión de Debussy y de Gabriel Fauré, por la ironía de Erik Satie. La contención y la reserva con que él mismo definió su música se corresponderían con su extremada timidez personal. Cosas no dichas, melodías inacabadas, frases que se detienen justo cuando parecía que empezaban a desplegarse: que se repiten, si acaso, en un tono diferente, como el reflejo inexacto de una figura en el agua. En 1909, con dieciséis años, Mompou escuchó a Fauré tocando el piano en su Quinteto, y esa experiencia confirmó su vocación. Unos años más tarde llegó a París con una carta de recomendación para Fauré escrita por Enrique Granados. Esperaba en una antesala a que lo recibiera el maestro, con su carta en la mano, durante un tiempo que su timidez y su impaciencia hacían más largo, y antes de que se abriera la puerta salió huyendo. Vivió entre Barcelona y París sin asentarse plenamente en ninguna de las dos ciudades, entre la ida y la vuelta, demasiado tímido o perezoso para tener una carrera de concertista -"este hijo tan bueno, pero tan holgazán", al decir de sus padres-, demasiado poco adicto a las extensiones musicales germánicas para entregarse a la composición de óperas o sinfonías. Para apartarse de la guerra española se quedó en París; volvió a Barcelona cuando los alemanes ocuparon Francia.

Debajo de la serenidad de esta música hay violentas disonancias: su fluir lento se rompe a veces en una erupción de energía. El laconismo de Mompou, su minimalismo, no es ése, tan afamado ahora, de quien dice muy poco porque no tiene nada que decir, confiando en que el silencio encubra con un simulacro de profundidad el vacío, o la simple sequedad del alma. Mompou es el digno profesor de casi cincuenta años que en 1941 forma parte del jurado de un concurso de piano y al terminar se acerca a una aspirante de poco más de veinte y le dice, después de quitarse el sombrero, "Señorita, he de manifestarle que usted es la que más me ha gustado". Pero el arrebato, de algún modo, se detiene, como la pieza recién comenzada con tanto brío que al cabo de un minuto ha quedado en suspenso, y el amor revelado de golpe al maestro casi cincuentón y a la joven pianista se prolonga en un noviazgo estático de diecisiete años, por la indecisión de él, por la familia de ella, que no confía en ese pretendiente viejo que no parece llegar a nada en la vida. Y cuando se casan, igual de enamorados a pesar del suplicio de una espera tan larga, es casi de cualquier manera, en una ermita perdida, aprovechando las colgaduras y las velas de una boda anterior, enredando de algún modo al fotógrafo de esa misma boda, que actúa de padrino en la suya...

Mientras escribo me ha estado acompañando la Música callada, tan familiar que en algún momento no la escuchaba, igual que no me he dado cuenta de que se hacía de noche. La tarde de laboriosa concentración, tan idéntica a otras, ya está en el pasado, como el concierto de Javier Perianes del que salí el otro día confortado y feliz, absuelto por unas horas del trabajo, disfrutando de una noche casi de primavera anticipada. Pero la música se repite intacta con sólo apretar el mando a distancia, una presencia lejana que no pierde su destello, tan resistente en su liviandad que no se disuelve nunca en el tiempo.

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