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Columna
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Funerarias

Antes de que las desalojaran las tiendas de abalorios y los bares de copas, las calles que orillaban la Alameda estaban llenas de ellas. Era cierto que no cerraban nunca, y todas compartían la ausencia de escaparate y unas puertas de cristal lacado sobre las que, entre manchas de vejez o desidia, se grababa el nombre de la empresa, generalmente asociada al otro lado, por no hablar de las infinitas connotaciones del adiós y la partida: La Esperanza, La Soledad, Los Ángeles. De regreso de una cerveza o mientras cortejaba a una chica que acababa de conocer, yo me sentía atraído en ocasiones por esos locales a media luz, lóbregos y dignos, con aspecto de oficinas de correos, y me asomaba por las puertas entreabiertas para divisar, a lo lejos, un perchero en que alguien había olvidado un abrigo y un almanaque con una virgen que lloraba mucho. Del fondo del establecimiento brotaba tal vez la música de una radio, un pasodoble o un tango, en todo caso algo que evocaba tiempos aniquilados, pero jamás, aunque los buscaba con la vista entre un rincón y otro, descubrí lápidas a las que sólo faltara la fecha por grabar ni ataúdes recién barnizados. No había hombres, ni mujeres, en las funerarias. Así que en mi imaginación, aprovechándose del abono que le ofrecía la carencia de datos empíricos, fue dibujándose una raza de individuos tristes, enjutos, con los pómulos marcados como cartabones sobre las mejillas recién afeitadas, siempre con una corbata negra sobre el pecho y un aura de perfume de color violeta, ese que vuelve las habitaciones de los viejos más distantes y sombrías, dueños de una cortesía que siempre sabía manejar las fórmulas idóneas y que no dejaba en blanco, por ensordecedor que fuese, el dolor ajeno por la muerte del hijo, el padre o la esposa, por recurrir a ejemplos de consanguinidad.

Cuesta hacerse a la idea de que el enterrador, o el empleado de funeraria, es un ser humano como cualquier otro. Que el contacto doméstico con la muerte no le altere el color de las lentes con que contempla el mundo y le permita, igual que al resto, disfrutar de los filetes, tener escarceos amorosos fuera del matrimonio y contemplar a unos hijos que crecen. Sin embargo, lo son: y para demostrar que su trabajo, por muy envuelto en brumas, supersticiones y reojos que se encuentre, en poco se diferencia en cuanto a asuntos de molestia o tedio de todos los demás, han decidido ponerse en huelga. El sector de la muerte de Sevilla acaba de convocar un paro por motivos de horario que amenaza con dejar a los muertos sin techo. El portavoz del sindicato anuncia que no se recogerán cadáveres, salvo los estrictamente necesarios, y que todos deberán permanecer en su habitación, "como antiguamente", en compañía de sus seres queridos, durante las 48 horas reglamentarias para el ingreso en la nevera o en el nicho. Así, sin pretenderlo, los funcionarios van a ofrecer una valiosa lección a sus usuarios; en concreto, van a recuperar el sentido de morir. Porque la muerte es algo que hoy no existe, algo que no sucede en casa, un acontecimiento extraño y remoto que se celebra en la periferia de las ciudades, en edificios que imitan al almacén o la galería comercial y donde el cadáver permanece aislado higiénicamente del contacto con los vivos a través de vitrinas y muros de hormigón con ventiladores. Quizá esta huelga permita volver a entender a más de uno que tenemos en los muertos a nuestros hermanos mayores, que su presencia en nuestras vidas (valga la paradoja) es necesaria y constante y que ellos son, mal que nos pese, los últimos espejos en que nos debemos mirar. Podemos estar o no de acuerdo con los motivos de la huelga, pero no nos conviene enemistarnos con las funerarias: es la única empresa de cuyos servicios sabemos que vamos a necesitar tarde o temprano.

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