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Columna
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El beso

Jesús Ruiz Mantilla

Volverá el espectáculo con todos sus ingredientes, no se preocupen. Intriga, celos, amor no correspondido, hijo con complejo de James Dean en Al este del Edén, deseo, traición, puede que hasta sexo -si Rouco lo consiente-, zancadillas, puñaladas traperas y... muchos, muchos más besos. No será éste el capítulo final. Tan sólo parece que en mitad del paripé de la inauguración del intercambiador de Moncloa, ante el pobre Mariano y toda la vasca, la libido les subió a Aguirre y Gallardón para lo que ha sido la última entrega de la primera temporada.

Fue un golpe de efecto perfecto para continuar los avatares de esa serie que podríamos llamar Te putearé hasta que te mate o Sin puñaladas no hay paraíso, no sé, lo que ustedes quieran ponerle. Un serial así, con tanto morbo, con tal éxito de público y crítica, no se echa a la papelera. No hay que desesperarse, ni dejarse vencer por la ansiedad del suspense. Los productores de Genova Brothers ya están cociendo la segunda y empaquetando los DVD de la que hemos visto para que se chupen ustedes todo seguido capítulo tras capítulo en el sillón de su casa, con palomitas.

Alberto amplía sus visitas al psicoanalista para quitarse el complejo de hijo no deseado

Pero, como todos los finales, deben ser discutidos. Y lo primero es que los guionistas podrían haberse concentrado un poco más en la escena del beso. Aunque mirándolo mejor, ha sido culpa del director y sobre todo de los actores. Tendrían que haberlo repetido mil veces hasta que les saliera bien, con más fuego. Con lo convincentes que habían estado el chico y la chica en sus papeles. Con lo soberbios que resultan cuando se odian, qué poca chicha le ponen al espectáculo cuando se quieren. No me digan... Ese beso.

Parecía sacado de un manual de las clarisas para evitar rozar la carne. Se lo dieron al aire. Se diluyó, cual arsénico, en el ambiente. Era un homenaje perfecto a esas señoras que no quieren plantarte la barra de labios o el potingue de maquillaje que llevan encima en toda la cara. Los besos se plantan en los papos, majos. Lo del otro día no se sostiene. Ese beso desafina la música de todos los violines. Ella fue incapaz de relajar su implacable sonrisa de hielo y él parecía un actor de serie B, de aquellos que pegaban esos muerdos de ventosa para luego sacar el pañuelo y limpiarse. Es lo que le hubiera faltado a él. Aunque estoy convencido de que ambos corrieron al baño más cercano para lavarse la cara después de haber cumplido lo que exigía el guión.

Puede que el efecto fuese buscado. Para crear tensión, para que funcionaran las reglas de la intriga con la vista puesta en lo que viene después, que ya debe estar escrito. La cosa empieza a emitirse el 10 de marzo y hay muchos interrogantes abiertos.

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Queda lo mejor. Si ganan, no sabrían por dónde llevar la intriga, pero si pierden, tienen todo planificado. Aparece el pobre Mariano recluido en un convento franciscano, enganchado al orujo después de que el mismo día 9 por la noche, se diera la vuelta, y ambos intentaran tirarle por el balcón de la sede.

Esperanza, por su parte, amplía la sonrisa, esta vez no fingida, privatiza con el taimado Lamela todos los hospitales, cierra cada clínica de abortistas, conoce finalmente a Saramago -¡y lo lee!-, forma la corriente cheli neocon junto a Acebes, Zaplana y Martínez Pujalte, lleva a Ana Botella al logopeda mental para que articule discursos coherentes y se apunta a idiomas con Aznar.

En cuanto a Alberto, amplía sus visitas al psicoanalista para quitarse el complejo de hijo no deseado y, de paso, el faraónico, abre una oficina electoral en Chueca porque multiplica su obsesión por parecer enrollao. Deja la ópera porque se encontró un día en un palco a Jiménez Losantos, y a cambio acude con chupas de cuero a conciertos de rock, pero evita los guateques.

Ése es el planteamiento. Pero luego sigue. En cada cosa que hacen se les denota un gesto melancólico, una mueca de vacío que ninguno sabe de dónde les viene. Aquella escena con beso frustrado ha despertado en ambos una tormenta interior extraña, una atracción casi incestuosa, una llamada del abismo que sus correligionarios tratarán de impedir porque ven que tienen más que perder. Empiezan a citarse a escondidas, pero en público conservan las formas sibilinas. Comprenden que vienen del mismo mundo, pero que sus sentimientos rozan la frontera de lo sagrado y comienzan a vivir una pasión que va en contra de sus propios destinos. ¿Lo echarán todo por la borda por amor? No, su extraño comportamiento se debe a las malas compañías. Ambos se han enganchado a la melatonina, un fármaco hipnótico que les pasa el camello Sánchez Dragó y que te vuelve, para empezar, gilipollas... Continuará.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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