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La silla

Jordi Soler

Hace dos semanas se salvó por los pelos el último condenado a morir en la silla eléctrica. Lo de salvarse es una inexactitud porque le cambiaron la silla, que acaba de ser declarada inconstitucional, por la inyección mortífera, un remedio que, a juicio de una camarilla de expertos, es más piadoso. Curiosamente, la silla eléctrica comenzó a usarse en 1890 como alternativa a la horca, que era, según los expertos de entonces, un método menos piadoso. Es decir que, de acuerdo con este nebuloso concepto de piedad, la inauguración de la silla eléctrica supone un importante paso en la construcción de la civilización; más o menos el mismo, e igualmente importante, que el que acaban de dar hace dos semanas, al cambiar la silla por la jeringa, en una penitenciaría del Estado de Nebraska. El único paso verdaderamente importante, y civilizado, sería declarar inconstitucional la pena de muerte, no el método. La penitenciaría de Nebraska, el punto geográfico donde se ha generado esta noticia, es una dependencia de pasillos largos y precariamente iluminados, de paredes color mostaza, que sería el espinazo perfecto para una película de los hermanos Coen. Ese reo que se salvó por los pelos, y que llegó hasta allá purgando un horrible asesinato, tiene un nombre que ni pintado: Raymond Mata, júnior. A saber si en este caso el apellido no acabo influyendo a Raymond, y desde luego sería preferible no saber a qué se dedicaba el padre, el señor Mata, sénior. El primer cliente de la silla eléctrica fue un tal William Kemmler, un hombre tosco y tartamudeante que, cuando terminó de confesar que se había cargado a su novia Tillie con un hacha, añadió: "Merezco la soga"; no sabía el infeliz que el sistema penitenciario de Estados Unidos acababa de dar ese salto hacia la civilización que fue la silla. Durante los 118 años que estuvo en funcionamiento, la silla fue la puerta de salida de numerosos criminales, de todos los estilos y pelajes, aunque el más estrambótico fue, sin duda, una elefanta llamada Topsy, que fue acusada de matar a tres de sus cuidadores. Antes de pasar a la historia de la elefanta de Coney Island, hay que detenerse en un detalle que, junto con la penitenciaría en Nebraska y el apellido Mata, puede irle dando sustancia a esa hipotética película: en el momento de la electrocución siempre había un policía atento, y armado con un extintor, por si el reo, en el momento del chispazo de 6.600 voltios, comenzaba a echar humo o a engendrar llamas. Esto, que efectivamente parece gracejo de película, aparece esta semana en las páginas de la revista inglesa The Economist, que es muy seria y nada gore, ni splatter. Ahora que ha salido el chispazo a cuento, aprovecho para revelar el apodo cariñoso con que los estadounidenses se refieren a su silla: old sparky, 'el viejo chisporroteante', un apodo ciertamente tibio y socarrón para ese mueble asesino. La elefanta Topsy actuaba en Luna Park, daba vueltas a la pista, se subía a un par de taburetes y echaba agua, que previamente aspiraba de un cubo, por la trompa; una típica rutina de elefante, invariable y monótona, que acabó orillándola a la desesperación y, finalmente, al triple asesinato. Cuando Topsy fue condenada a la pena máxima, el primer método en que se pensó fue la horca, pero como ya era el año piadoso de 1903 (y supongo que también porque no había rama, viga o estructura, en todo Nueva York, que aguantara las tres toneladas que pesaba la elefanta) se optó por una versión gigantesca de old sparky, una plataforma eléctrica monumental diseñada por Tomás Alva Edison, el inventor de la bombilla y el fonógrafo. Con las imágenes filmadas del acto, Edison hizo un cortometraje cuyo título era Electrocuting an elephant, que está colgado en Internet a disposición de quien quiera ver ese método atroz, idéntico al que se usaba para matar personas y que, en esencia, es igual que la horca o la inyección, versiones nada piadosas de la misma pena de muerte.

El ejecutado en la silla eléctrica más estrambótico ha sido la elefanta 'Topsy', acusada de matar a tres de sus cuidadores

Jordi Soler es escritor.

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