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Columna
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Voto emigrante

Entre los emigrantes gallegos, como en el interior del país, ha habido de todo. Ha habido gente como don Manuel Puente, que se abrió camino en Buenos Aires y que usó su peso y su dinero para sostener a Castelao, al Consello de Galiza y a la causa republicana. O como Ramiro Isla, que hizo radio en gallego en Montevideo mientras en el interior Franco estaba ahí. Pero también han existido aquellos otros, como Chico Recarey, de vidas violentas y nada ejemplares, que manejaron el lado oscuro de Rio de Janeiro y otros lugares. La historia de nuestros gangs está por escribir, pero también ha existido.

A la Galicia del exterior, como a la del interior, hay que hacer el esfuerzo de entenderla de un modo lacónico, evitando la demagogia y el sentimentalismo. Estando a la altura de sus logros y de sus miserias. Los gallegos han marcado la historia de Argentina, han construido hospitales benéfico-asistenciales en fechas tan tempranas como el del Centro Gallego de Buenos Aires, pero también se podrían narrar muchas historias acerca de lo que Celso Emilio Ferreiro dio en llamar con acritud "o país dos ananos".

El derecho al voto de los emigrantes existe en 104 países y sólo 9 garantizan su representación política

Desde luego, Galicia tiene una deuda con su emigración. El país está sembrado de escuelas pagadas por los indianos en las primeras décadas del siglo XX, y las remesas de los emigrantes en los años 60 y 70 han sido parte importante de la acumulación de capital sin la cual el progreso no es posible. Pero esa deuda no puede ser cobrada en cheques pagados por instituciones del país y entregadas por dirigentes de un partido, como ha hecho el señor Núñez Feijoo en su reciente visita al Centro Gallego de México.

No puede ser que poco a poco vayamos erradicando entre nosotros el caciquismo y el clientelismo, y que al mismo tiempo lo reproduzcamos fuera, ahora que es allí dónde se encuentran los gallegos con derecho a voto en posición más débil. Lo que pasa con el voto emigrante es, para decirlo rápido, una infamia, una vergüenza que ningún país moderno y democrático se puede permitir. Las leyendas urbanas sobre sacas de votos fraudulentos o el voto de los muertos no pueden seguir subsistiendo. No pueden ser legítimos votos que no se realizan ante una urna y con la garantía de que quién lo hace es el que consta en el censo. Eso es lo mínimo que se puede exigir.

En unas jornadas, organizadas por el Consello da Cultura Galega de la mano de Xosé Manuel Seixas y Anxo Lugilde, hemos podido constatar que lo que sucede con el voto emigrante en Galicia es una anomalía sin parangón en el mundo. Para empezar, es Galicia, sólo superada por Cabo Verde, el país del mundo con un peso más amplio del voto emigrante (6,3%). De los 192 países con presencia en la ONU, sólo 104 reconocen el derecho al voto exterior y, de ellos, sólo nueve garantizan la representación política de los residentes en el extranjero. Que el resultado penda del voto exterior es prácticamente imposible en la amplia mayoría de los casos, y a veces, como en el caso de Italia, se diseñan filtros para dificultar o impedir esa posibilidad.

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Resulta extremadamente difícil que suceda en parte alguna lo que pasó aquí con la victoria del bipartito: que pendió de un dudoso voto exterior durante unos días. Desde luego, si un día el Gobierno de la Xunta pasa a manos de tirios o troyanos con votos bajo sospecha ello sería devastador para su legitimidad y la de la autonomía. La responsabilidad de los tres grupos del Parlamento debería instarles a un pacto que evitase una perspectiva así. Es, por cierto, una posibilidad cada vez más probable, si se tiene en cuenta que desde 1996 el censo electoral, en muchos casos de manera inducida, no ha hecho más que crecer exponencialmente. El reconocimiento del derecho al voto a nuevas generaciones de descendientes no puede más que incrementarlo.

Es una posibilidad, además, facilitada por la Ley electoral, sin equivalencia en nuestro entorno, muy generosa en el derecho al voto de los emigrantes -no lo es tanto, sin embargo, para los inmigrantes, para los nuevos gallegos o españoles. Pueden votar en todas las convocatorias, desde las municipales hasta las generales; gracias a los tratados de doble nacionalidad pueden hacerlo en los dos países, sin tener que optar; además, según algunas voces la continuidad intergeneracional del derecho al voto puede llegar a ser ilimitada. Pero lo peor es la falta de garantías del proceso electoral, que puede conducir al fraude masivo, en especial entre la emigración americana.

Desde luego, es importante para Galicia mantener y fortalecer sus relaciones con la diáspora, que puede ayudar a su papel en el mundo de las redes y los flujos globales, y crear mecanismos de inclusión política favorece esa labor. Por supuesto, la ayuda a los gallegos que viven situaciones difíciles, especialmente en América Latina, no puede ponerse en cuestión. Pero el mercadeo de los votos al peor estilo del Tammany Hall del Nueva York del siglo XIX o de la España de la Restauración debe pasar a la historia.

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