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Columna
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Las leyes y el bolsillo

No sin lógica, los ciudadanos tienden a relacionar los impuestos que pagan con los servicios públicos que reciben; y en consecuencia, a evaluar la eficacia y la equidad de la acción de los gobiernos contrastando la calidad y la cantidad de los bienes y servicios que disfrutan con los costes que como contribuyentes soportan. Una lógica que lleva, en plena vorágine electoral, a la inaudita espiral de ofertas de rebaja fiscal que estos días observamos y que se centra, precisamente por ello, en los tributos más perceptibles (renta, sucesiones, o patrimonio) para el votante/contribuyente. Los ciudadanos soportan, sin embargo, muchos otros costes que afectan a sus bolsillos como consecuencia de la actividad legislativa y reglamentaria del sector público. Y no sólo a través de las leyes que regulan los tributos menos visibles (IVA, consumos específicos), sino a través de las numerosas normas substantivas que regulan la economía y que imponen, con frecuencia, cargas económicas a los contribuyentes, ahora en su condición de "administrados". Los ejemplos sobran, pero baste recordar, por su actualidad, los costes que para el sector hostelero supuso adaptar los locales a la nueva ley antitabaco; o los gastos que tendrán que asumir de aquí a julio muchos ciudadanos (ahora "consumidores") como consecuencia de los decretos del Ministerio de Industria que regulan los precios de la electricidad y obligan a cambiar limitadores y potencia a quienes en su día contrataron la tarifa nocturna.

La buena salud de la democracia requiere de impuestos y normas estables y de calidad

El hecho de que el sector público afecte al bolsillo de los ciudadanos, bien sea en su condición de contribuyentes, de administrados sujetos a las normas administrativas, o de consumidores de bienes y servicios cuyo mercado está fuertemente regulado, ha suscitado, en el ámbito académico, interesantes debates sobre la capacidad de los índices que habitualmente se utilizan para medir el tamaño del sector público (presión fiscal, porcentaje del gasto público sobre el PIB) porque no reflejan la verdadera capacidad de intervención del Gobierno en la economía. Y en el ámbito político, curiosas propuestas desde círculos próximos al "libertarianismo" norteamericano (la doctrina con la que, antes de su conversión al "republicanismo cívico", Zapatero trató de actualizar el ideario socialista), dirigidas a vincular el salario de los diputados con la inactividad legislativa, de forma que nuestros diputados cobrarían más cuanto menos legislasen. En el siempre más realista espacio europeo, el debate académico y político se ha centrado en la mejora de los procesos legislativos. Y así, en el conocido Libro Blanco sobre la "gobernanza" europea que la Comisión publicó en 2001 se recomienda que los procedimientos legislativos contemplen una evaluación de los costes que la aprobación de las leyes supone para los ciudadanos. Una propuesta que, a través del Grupo Popular, se intentó incorporar a nuestro Estatuto, pero sin éxito (argumento: no había precedentes en otros estatutos).

En España, en contraste, suele considerarse que una elevada productividad legislativa es síntoma de buena gestión política. Así lo lleva haciendo años el catalán Institut d'Estudis Autonòmics (IEA) en sus informes sobre la evolución del Estado autonómico. Y así lo parece entender el presidente de la Xunta, al publicitar como síntoma de cohesión y buen gobierno las 60 leyes que se pretenden aprobar en la presente legislatura autonómica, nada menos que un 50% más que las aprobadas en la hasta ahora "más productiva" (1994-1998). Y por si hubiese la más mínima duda sobre la orientación que tendrá esta legislación, léase el mencionado informe del IEA sobre el año 2006: de las 231 leyes autonómicas aprobadas, más de dos tercios son calificadas como "de policía administrativa"; lo que lleva a sus autores a concluir que "la actividad legislativa substantiva de las CC AA tiene un fuerte componente intervencionista".

Suele atribuírse a Napoleón (y en el impulsor de la codificación se non è vero, è ben trovato) la afirmación de que "hay tantas leyes que nadie está seguro de no ser colgado". En estos otros tiempos, en los que se recuerda la presencia imperial francesa de hace dos siglos por estos lares peninsulares, algunos comienzan ya a sostener que hay tantas leyes que nadie está seguro de cuánto va a tener que pagar. Urge mejorar nuestros procedimientos legislativos: la sostenibilidad del Estado del Bienestar, la buena marcha de la economía y en definitiva la buena salud de la democracia, requiere de impuestos, leyes y regulaciones estables y de calidad. No de rebajas poco meditadas, ni de reformas legislativas en cantidad.

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