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Reportaje:

Gestos hostiles en Monte Porreiro

El vecindario mantiene una constante vigilancia sobre las familias realojadas

El gesto de las familias procedentes del poblado chabolista de O Vao (Poio) e instaladas ahora en el barrio pontevedrés de Monte Porreiro se tuerce cada día un poco más. Se saben vigilados por los vecinos casi las 24 horas del día, una guardia y custodia que se ejerce sin disimulo, ya sea desde la calle o desde los edificios colindantes, y que se suma al control, menos evidente, de las fuerzas de seguridad. Por ahora, aseguran los realojados, "no responderemos a esta provocación". No obstante, también advierten: "Los gitanos estamos muy unidos, donde hay uno hay 200 detrás".

José Monteiro lleva más de 20 años viviendo en Monte Porreiro, un barrio donde, afirma, "hay droga desde siempre, y esta gente [los realojados de O Vao] no está haciendo nada. Que los dejen vivir en paz, como a mí".

Son las mismas personas que hasta hace poco acudían a las bodas gitanas

Eso mismo pide el matrimonio Jiménez Salazar. Hace 15 días se instalaron en el bajo de un edificio de la calle Portugal, del mismo barrio pontevedrés. A María Ángeles, que vende puntillas en la feria, se le ilumina el rostro cuando enseña los muebles que ha comprado. "Me los fía el señor Eduardo, yo le voy pagando 50 ó 100 euros al mes, lo que puedo", reconoce. Ya ha montado dos dormitorios y el salón, donde los paños de ganchillo y encaje cubren el sofá y la mesa del comedor. "Me gusta tenerlo curiosito", agrega.

Al contrario que sus vecinos de la calle Alemania, aquí sí tienen agua. Lo que no tienen son grifos, al menos en la cocina. Sin electrodomésticos ni mobiliario, calientan la comida en una bombona de camping-gas. "Estaba todo pelado cuando llegamos", dice Antonio sacando un cigarrillo. "¿Le molesta?", pregunta educadamente antes de encenderlo. Algo cabizbajo afirma que no sabe muy bien qué hacen aquí: "En O Vao teníamos una casa de dos plantas con cinco cuartos y dos baños". Allí vivían con sus cinco hijos y ahora han de compartir piso con dos, una de ellas casada, y un nieto.

Los Jiménez Salazar acuden a cuatro ferias por semana, lo que prueban con una furgoneta repleta de mercancía. "Estamos pagando las letras y debemos dos préstamos al banco", dice María Ángeles, que se muestra más firme que su marido. "No pienso marcharme", afirma.

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"Algunos vecinos nos saludan y a una señora de aquí al lado ya le he dicho que tengo puntillas". Insisten en que "cada uno es responsable de lo suyo".

De lo que no disfrutan aún es de calefacción. "Me han dicho que tengo que tocar ahí en una caja del portal, pero me da miedo". Por no tocar no han colgado ni cuadros, ni retratos. Están todos en el suelo. "No voy a furar las paredes, no queremos molestar a nadie", apostilla Antonio.

En la calle Alemania, donde residen las otras dos familias realojadas, los ánimos están más caldeados y la hostilidad es palpable. Por la tarde se rompe la calma de la mañana y a eso de las ocho se empiezan a juntar unos 200 vecinos delante del portal más escudriñado de la ciudad. Con las caras levantadas hacia los dos primeros pisos, que bajan sus persianas, gritan sus consignas pidiendo que se vayan. También los niños, muchos en primera fila.

El responsable territorial de Secretariado Gitano, que ejerce de mediador, Santiago González, insiste: "Podemos garantizar que la gente conviva en paz, ya lo hemos hecho antes". Y hasta ahora así era. Los más de 500 gitanos residentes en Monte Porreiro están completamente integrados en esta zona donde aún se respira la confianza de las barriadas de antaño. Se les puede ver en las cafeterías desayunando, sus hijos estudian en el mismo instituto y dan clases de flamenco en el centro social a niños payos y calés.

La asociación O Mirador, que encabeza el movimiento vecinal, sostiene que "de ninguna manera" permitirán que se queden. El miedo al trapicheo no sólo inquieta a los padres de familia, también a aquéllos que ya auguran el declive en la tasación de sus propiedades. "¡Nos han hundido por todas partes!", clama una señora de la calle Portugal. "Mi marido y yo vivimos en un cuarto piso sin ascensor y queríamos venderlo para cuando nos hagamos mayores, ¿qué vamos a hacer ahora?". Jura que, aunque es de izquierdas, no volverá a votar al BNG.

Son las mismas personas que hasta hace poco acudían a las bodas gitanas del barrio. "Preciosas, no vi cosa igual", reconoce José Manuel Dopazo, vocal de la asociación. Entonces ayudaban a montar los carros en la noche de San Juan, cuando se apalabran los enlaces. Ahora, el clima se ha enrarecido. Desde la asociación Pueblo Gitano lanzan un mensaje: "Para que las nuevas generaciones se integren sus padres tienen que estarlo también, por eso necesitamos el apoyo de las administraciones".

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