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Reportaje:CINE

Travolta, Evita y el barbero demonio

Hollywood y Broadway se apoyan, se plagian, se ayudan mutuamente, y el género musical vive una etapa de plena efervescencia. Alejado, como siempre, del canon, Tim Burton estrena su oscuro, difícil y arriesgado Sweeney Todd

Sweeney Todd, el más célebre musical del compositor norteamericano Stephen Sondheim, es una cordial invitación a convertirse en vegetariano. Denso y tenso, es la antítesis del musical. No tiene colores ni canciones pegadizas. Está mucho más cerca del cine gore de los setenta que de Andrew Lloyd Weber. Su tono es lúgubre y sangriento. Su historia, la de un barbero asesino y una grotesca señora que utiliza los cadáveres para hacer los pastelitos de carne que vende en su local, está a cientos de kilómetros de los edulcorados y edificantes espectáculos de Broadway y el West End londinense, donde ha aparecido intermitentemente con un éxito discreto si se le compara con El fantasma de la Ópera o Los miserables. Y aun así acaba de llegar al cine en forma de superproducción.

Lógicamente, el que está tras la cámara es un tipo lo suficientemente imaginativo, independiente y atrevido como Tim Burton, que ha demostrado que puede atraer suficientes adeptos, lo que le hace gozar de luz verde en los grandes estudios, que le dejan permitirse delirios fílmicos como este atípico musical caníbal, en el que Jhonny Depp se estrena como cantante, secundado por Helena Bonham Carter.

"Me gusta la emoción de la música y el tono de terror de Sweeney Todd. Es algo que nunca había visto en un musical", dice Burton. "De Sweeney me sedujo esa mezcla de música, belleza, terror y humor enmarcado en una historia de amor trágico". La película se estrenó ayer en España.

Sweeney Todd, el barbero demonio de la calle Fleet se estrenó bajo el calificativo de thriller musical en marzo de 1979 en el Uris Theater de Nueva York con Len Cariou como el maléfico barbero vengador y Angela Lansbury como la encantadora y macabra Mrs. Lovett. Obtuvo ocho premios Tony y la primera temporada cerró tras unas modestas pero no desdeñables 558 funciones. Sin embargo, sería impensable que en aquella época Sweeney Todd llegara a ser del interés de Hollywood. El cine musical entonces apuntaba hacia la decadencia absoluta. John Travolta había aportado en 1976 un nuevo tipo de héroe popular con su Fiebre del sábado noche (John Badham, 1977), un éxito descomunal cuyo principal mérito quizá fuera que por primera vez en la historia del cine musical los espectadores podían salir de la sala e irse a bailar en las discotecas igual o mejor que el héroe de la película. Este deslumbrante hallazgo obnubiló a la industria, que se entretuvo durante algunos años buscando repetir algo tan inusual como transformar un musical en fenómeno social. Lo hizo con la torpeza del que quiere hacer dinero pronto y fácil, sacando partido a las caderas, otrora excitantes, de Travolta, en Grease (Randall Kleiser, 1978), con una secuela patética de Fiebre del sábado noche (Staying alive, dirigida en 1983 nada menos que por Sylvester Stallone) y con sucedáneos variopintos como Flashdance, Xanadú, Footloose o Dirty dancing. El público comenzó a dejar de responder a esta cadena de películas insulsas y la industria, siempre tan tajante cuando se trata de dinero, dejó de hacerlas. Al musical le pasó lo que al western y se convirtió en género desterrado. En todos los años noventa se produjo una única superproducción: Evita (Alan Parker, 1996), notable adaptación del musical de Andrew Lloyd Weber, que se convirtió en éxito arropado por una buena polémica armada por los argentinos que, enardecidos, reclamaban que su Evita estaba siendo banalizada en un musical interpretado por una pecadora como Madonna.

No obstante, el cine musical encontró una pequeña salida a su crisis en cierto tipo de producciones independientes. Con Todos dicen I love you (1997), Woody Allen reinventó y redirigió hacia la parcela pequeña el musical al uso, rodando una de sus comedias de siempre con la salvedad de que todos los personajes arrancan a cantar cuando quieren expresar sus emociones, una fórmula que sería la misma de la francesa On connaît la chanson (Alain Resnais, 1997). En 2000, aparecieron tres títulos destacables, muy distintos entre sí, que serían el preámbulo a una nueva eclosión del género. Kenneth Branagh, tan erudito, ofreció un Shakespeare en clave de sofisticado musical nostálgico de los años treinta, en Trabajos de amor perdido, al tiempo que John Cameron Mitchell estrenaba la adaptación de Hedwig and the angry inch, musical raro y maldito, rockero y desesperado, sobre un chico incomprendido. Pero el verdadero impacto del musical culto lo propinaron el director danés Lars von Trier y la excéntrica cantante islandesa Björk, que hicieron un tándem, genial, imposible y polémico, en Bailar en la oscuridad (2000), musical trágico y conmovedor en el que una obrera ciega evade su realidad miserable soñando que la vida es música y baile. Las canciones de Björk, tan poco bailables como una ópera de Wagner, y la dirección de Trier, sobria y distanciada para ser un musical, ofrecieron un contraste de lo más nuevo y seductor. Su triunfo fue rotundo.

Y entonces, en 2001, llegó Moulin Rouge. Su fuerte carga de insolencia y las libertades que se tomaba el australiano Baz Luhrmann a la hora de plasmar los tópicos del género la convirtieron en éxito instantáneo tras su paso por el Festival de Cannes. Moulin Rouge es una simbiosis perfecta entre el cine musical de autor y el comercial deslumbrante de toda la vida, que parte de una historia más bien convencional, en la que un poeta se enamora trágicamente de una cabaretera enferma comprometida por interés con un duque, todo ambientado en el barrio más bohemio de París en los años veinte. Pero no es el qué sino el cómo lo que la distingue del resto. Sorbiendo con avidez del lenguaje acelerado del videoclip, atropellando una secuencia sobre la otra, desplegando unos números musicales memorables y poniendo por banda sonora un collage imposible de canciones pop conocidas, Moulin Rouge es un deslumbrante despliegue de medios en el que brillan una Nicole Kidman de belleza sobrenatural y un terriblemente seductor Ewan McGregor. Su descomunal éxito empujó a los jefes de los estudios de Hollywood a hurgar en las papeleras, de donde empezaron a sacar viejos proyectos de filmes musicales que antes de Moulin Rouge no eran viables.

Incapaces de construir un filme tan original, arriesgado e innovador como el de Luhrmann, se volcaron hacia Broadway. Y no tardaron en echar mano de Bob Fosse, un viejo talento que había brillado por igual en Broadway (Sweet charity; The Pajama game) que en Hollywood (Cabaret, All that jazz), haciendo de su musical Chicago una fastuosa película dirigida por Rob Marshall que aplicaba la fórmula mágica de los actores que bailan y cantan, esta vez Catherine Zeta-Jones y Renée Zellweger, en los papeles de las asesinas mediáticas con glamour Velma Kelly y Rosie Hart. Chicago (2002g) se hizo de oro con trece nominaciones, seis oscars y un descomunal impacto taquillero que puso de nuevo en órbita a los musicales.

Y entonces se atropellaron en las carteleras. De repente, el accidentado proyecto de El fantasma de la Ópera vio solucionados sus problemas y se rodó a las órdenes de Joel Schumacher. Se suponía que el musical más célebre de Andrew Lloyd Weber y el más caliente de Broadway y el West End sería el no va más cinematográfico del año, pero despertó más bien poco interés. Y le pasó algo similar a Rent (Chris Columbus, 2005), libre adaptación de la ópera La bohème, de Puccini, a los tiempos del sida, las drogas y la pobreza extrema. Hairspray (John Waters, 1988) y Los productores (Mel Brooks, 1968) fueron dos películas no musicales que tuvieron sus recientes adaptaciones cantadas para los escenarios, con un éxito tan desmesurado que pasaron a ser reversionadas para el cine como adaptaciones de sus fastuosas puestas en escena. Hairspray (Adam Shankman, 2007), algo descafeinada y con el veneno del original de John Waters extraído, volvió así al cine y triunfó con un John Travolta haciendo de señora gorda, mientras que, con menos éxito, Los productores (Susan Stroman, 2005) reapareció derrochando glamour con Matthew Broderick, Nathan Lane y Uma Thurman. Otra exportación de Broadway que mantuvo la llama del interés ardiendo fue Dreamgirls (Bill Condon, 2006), que cuenta la agitada historia de Las Supremas a ritmo de musical de lujo. Y expectativas no faltan ahora para lo que se espera será el gran musical del verano: la adaptación al cine de Mamma mia!, dirigido por Phyllida Lloyd y protagonizado por Meryl Streep y Pierce Brosnan, que cantarán y bailarán Abba.

Hollywood y Broadway se apoyan, se plagian y se ayudan mutuamente. Ha sido así siempre pero en este nuevo juego económico disparado por el auge de los musicales, en ambos bandos, se ha acentuado. Ahora mismo, agotan localidades en los teatros de Nueva York y Londres más de una docena de musicales que están basados en una película o que hacen referencia a alguna, como el tecnofascinante Wicked, precuela teatral de lujo de El mago de Oz. La enorme lista de musicales basados en películas, no necesariamente musicales, que se pueden ver hoy mismo en Londres o Nueva York es sorprendentemente larga e incluye, entre otros, El señor de los anillos, Billy Elliot, El color púrpura, Cry baby, Grease, Una rubia muy legal, El rey león, La sirenita, Spamalot (de los Monty Phyton), Xanadú, El jovencito Frankenstein, Cabaret, Buscando a Susan desesperadamente, Dirty dancing, Sonrisas y lágrimas, Los productores, Hairspray y Mary Poppins, con coreografía del británico Matthew Bourne, que se encargó de montar con su compañía de danza Eduardo Manostijeras, a partir de la película de Tim Burton.

Aunque menos bullicioso y taquillero, el cine musical de autor también sigue vivo y su más reciente (y notable) aportación todavía se puede ver en cines de España. Across the universe trae como principal aval la firma de Julie Taymor, directora de inteligencia superior que rechazó cualquier intento de poner a un bailarín disfrazado de peluche en su versión para Broadway del éxito de Disney El rey león, convirtiéndolo en una fascinante y asombrosa abstracción de la selva, que es pura vanguardia, apuntándose un éxito aún imbatible. Debutó en el cine con una teatral e inquietante versión de Titus, de Shakespeare, en 1999, y reaparece ahora con Across the universe, un musical que reordena y versiona 34 canciones de los Beatles que se convierten en el guión de su propuesta, visualmente delirante, en la que un ingenuo chico, obrero de Liverpool en los sesenta, se muda a Nueva York para vivir (y participar) en las revueltas sociales de hippies y negros, con Vietnam como telón de fondo. La idea de convertir la emocionada canción Let it be en un canto funeral góspel o la de encajar I wanna hold your hand como el lamento de una incomprendida lesbiana adolescente son ejemplos de los brotes de creatividad y atrevimiento de este novedoso filme musical.

Solamente en este nuevo contexto, que tiene al género musical en plena efervescencia y a los grandes estudios contentos y confiados, se puede entender y explicar la llegada de un musical tan oscuro, difícil y arriesgado como Sweeney Todd al cine comercial. Basado lejanamente en un asesino de Londres en el siglo XIX, que rivalizaba en crueldad con Jack el Destripador, Sweeney ya tuvo versiones cinematográficas no musicales, en 1926, 1928 y 1936, más un reciente telefilme británico, dirigido en 2006 por Dave Moore y protagonizado por Ray Winstone. Y en 2002 ocurrió un incidente. La prensa especializada en el Festival de Cannes ovacionó de pie Tomorrow La Scala!, un peculiar filme británico presentado en la sección Una Cierta Mirada que, según las predicciones de los periodistas acreditados, estaba llamado a tener el mismo éxito que Full Monty. La debutante Francesca Joseph presentaba una comedia agridulce, absolutamente entrañable, en la que un minúsculo grupo de teatro aficionado que soñaba con llegar algún día al escenario del Teatro alla Scala, de Milán (de ahí el título), debía conformarse por ahora con ir apretujado en un coche a las cárceles para montar con los presos el musical Sweeney Todd, con consecuencias imprevisibles. Todo estaba listo para el estreno oficial del filme en el Festival de Cine de Edimburgo, ese mismo año, cuando Stephen Sondheim, que probablemente ya estaba negociando la venta suculenta de los derechos de su obra a Hollywood, les demandó por usar las canciones sin su permiso. Y ganó. La película de Joseph no pudo ser vista en Edimburgo ni distribuida comercialmente en ningún cine del planeta y debió conformarse con alguna que otra emisión televisiva a través de la BBC.

Ahora, Tim Burton, expresamente, ha querido alejarse de Broadway con su Sweeney y le ha realizado cambios sustanciales, suprimiendo los coros, las principales intervenciones de los amantes adolescentes y sacrificando también el gran tema y leitmotiv, la emocionante The ballad of Sweeney Todd, que abre y cierra el musical, y es sin duda el único tema tarareable de la partitura, que ha quedado más seca, oscura e inquietante, salvo por algunos números como el gracioso The worst pies of London, que marca la brillante entrada de Bonham Carter, o el emocionante My friends, el mejor momento de Johnny Depp, que le canta un desgarrado tema de amor a "sus únicas amigas", las navajas de afeitar que pronto servirán también para rebanar cabezas y materializar su venganza. "Sondheim fue muy abierto a los cambios, que fueron muchísimos y algunos muy drásticos, pero no molestó ni interfirió, entendió que hacíamos una película y nos dejó solos", explica Burton. En todo caso, este Sweeney de cine intenta ser más un filme de Burton que un musical al uso. Pero habrá oportunidad de comprobar cómo es Sweeney Todd en la escena, gracias a la reposición, el próximo octubre en el Teatro Español de Madrid, del exitoso y sangrante montaje que en 1995 hizo Mario Gas, un experto en Sondheim, que también ha dirigido sus piezas Golfos de Roma, en 1993, y A little night music, en 2000, todas con Vicky Peña, su actriz fetiche.

Johnny Depp y Helena Bonham Carter en <i>Sweeney Todd</i><b>, de Tim Burton.</b>
Johnny Depp y Helena Bonham Carter en Sweeney Todd, de Tim Burton.

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