La columna
Me desperté en medio de la noche y miré el reloj de la mesilla con un solo ojo. Eran las tres de la mañana, la hora en la que uno parece un extraño en su propia casa, en su propia cama, incluso en su propio cuerpo. Cerré de nuevo el ojo y manteniendo un pie en el sueño y otro en la vigilia logré entrar en un estado de aturdimiento lúcido desde el que escribí mentalmente una columna periodística perfecta, pues en el interior de sus párrafos se agitaba el sentido como un gato rabioso dentro de una media de nailon. Pensé que si lograba mantenerla viva hasta el amanecer y enviarla al periódico, crearían un Nobel sólo para premiarla. Cuando sonó el despertador corrí a mi mesa y la escribí. Pero al poco de haberle puesto el punto final, noté que empezaba a amarillear por los bordes, como las alas de una mariposa muerta. Yo publico los viernes y era miércoles, así que llamé al director de Opinión para pedirle que me permitiera adelantarla al jueves, pero me dijo que no, que era un lío mover a todos los colaboradores por el capricho de uno. La publicaremos el viernes, como siempre, concluyó un poco preocupado por mi salud mental.
Quizá debería haberla dejado morir y olvidarme de ella, pero me gustaba tanto que inyecté en su red venosa una solución gramatical conservante, cuya receta me había dado un poeta que escribe sonetos antiguos, y la envié el jueves, a la hora acostumbrada. Tal como me temía, el viernes apareció completamente muerta. Supuse que me llamaría mucha gente, si no para darme el pésame, para recriminarme el hecho de enviar al periódico columnas fallecidas, por lo que no cogí el teléfono en todo el día. Esa noche soñé con una columna muerta que escribí también nada más levantarme de la cama. Envié el cadáver al periódico, donde sorprendentemente resucitó al ser publicada. No sabe uno cómo acertar.
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