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La precampaña electoral
Columna
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Novedades a examen

Resulta raro que se apoye a la infancia y se niegue la condición infantil a los españoles de 12 años

Soledad Gallego-Díaz

La infancia es el periodo de la vida desde el nacimiento hasta la adolescencia. Es un concepto decisivo en las democracias y no existe un partido democrático que no ponga de manifiesto su voluntad expresa de protegerla. Porque eso es así, todo el mundo defiende la necesidad de tratar con especial cuidado a los llamados niños soldado, menores de 14 años, generalmente africanos o latinoamericanos, que han cometido en muchos casos verdaderas atrocidades, pero a los que se incluye bajo el manto protector de ese concepto de infancia y se trata como niños. Españoles de muy distintas ideologías colaboran, con su dinero o con su esfuerzo, con organizaciones laicas y religiosas dedicadas a ese importante trabajo.

Por eso resulta tan extraño que se niegue esa condición infantil a los (pocos) menores de 14 años españoles o residentes en España que han cometido delitos graves. Si el PP reconociera el valor de la infancia, como dice su propio programa y como, sin duda, defiende la mayoría de sus votantes, no exigiría que a los niños españoles de 12 años se les aplique peor trato que a los niños soldado, colocándoles bajo el imperio de la Ley del Menor, pensada, no para niños, sino para menores de edad penal, es decir, de 18 años (y que se aplica ya, de manera seguramente demasiado extensiva, a partir de los 14 años).

Las campañas electorales son campo fértil para este tipo de desórdenes, pero los ciudadanos deberíamos estar alerta para detectar, por lo menos, algunos de los más peligrosos o incongruentes. Deberíamos ser conscientes de que las campañas electorales deberían ser, precisamente, uno de los momentos más serios en la vida de los sistemas democráticos. Es ahora cuando los políticos tendrían que ser más cuidadosos con lo que dicen y prometen, porque los programas que ofrecen no son, en absoluto, palabras que pueda llevarse el viento, sino contratos que firman con los ciudadanos, a cambio de su voto.

Quedan prácticamente tres semanas para que se celebren las elecciones y las encuestas siguen hablando de pequeñas diferencias entre los dos grandes partidos. PSOE y PP deben compartir esa impresión de relativo emparejamiento, a la vista de que finalmente se han puesto de acuerdo para celebrar los dos cara a cara televisivos entre José Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy. Los debates electorales entre los dos candidatos reales a la presidencia del Gobierno deberían responder a un simple uso democrático, más que al interés puntual de los partidos políticos, pero es seguro que, en esta ocasión, el encuentro se va a celebrar mucho más gracias a esa sensación de eventual equilibrio que a un auténtico respeto por el interés ciudadano.

A la espera de los debates y de los cambios de estrategia que puedan producirse en los próximos días, de momento parece apreciarse una diferencia sustancial, y extraña, entre las campañas del PP y del PSOE. Los populares están desarrollando un plan mucho más centrado en medidas políticas de impacto populista (sobre seguridad o inmigración), que en la defensa de valores, que fueron muy agitados en otras etapas pero que ahora han desaparecido de sus mítines. Quizás porque buscan votos, con pocos escrúpulos, en las bolsas de electores de poca renta, mucho más sensibles a la amenaza de tener que competir por servicios públicos que a la predicción de sombrías rupturas territoriales.

El Partido Socialista, por el contrario, parece inmerso en una dinámica opuesta. Estuvo toda la legislatura ofreciendo medidas políticas concretas y ahora centra cada vez más su mensaje en la defensa de sus valores, en muchas ocasiones, casi sin descomponerlos o traducirlos en opciones legislativas precisas.

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Son dos estrategias electorales muy diferentes. En lo único que parecen coincidir los dos grandes partidos es, precisamente, en una de las cosas que más desconcierto puede estar provocando en el ciudadano: una política fiscal de reducción o devolución de impuestos. Esa coincidencia resulta todavía más llamativa a la vista de lo que está ocurriendo en la campaña norteamericana, donde las propuestas fiscales marcan, justamente, la frontera entre republicanos y demócratas. Ni Clinton ni Obama dudaron un segundo ante la pregunta de si subirían los impuestos: sí, contestaron los dos, porque la pregunta que importa es cómo piensa usted mantener y mejorar los servicios y prestaciones públicas, sobre todo si llega un momento de auténtica crisis económica. Los candidatos republicanos John McCain y Mitt Romney tampoco dudaron: no, proclamaron, porque la economía funciona mejor con impuestos bajos.

En España, la izquierda socialista parece haber renunciado voluntariamente en estas elecciones a ese campo de debate y confrontación. Es una novedad que se somete a examen. solg@elpais.es

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