Entre la nación y el Estado
Europa inventó el Estado, al menos el Estado moderno, que no aparece con todas sus facultades hasta el siglo XIX. ¿Será capaz de redefinirlo en campo propio ante la presión combinada de tres factores: la globalización, la integración europea y la autonomía regional? El Estado ha sido la creación de la razón práctica y la nación -que precede, subyace, se confunde con el Estado o prescinde de él-, del sentimiento de saberse comunidad.
El Estado, sometido como nunca antes a un vaciado de poder, a una constante erosión de la soberanía, ha seguido siendo, no obstante, una aspiración para distintos grupos humanos. La descolonización se saldó con más de 100 nuevos Estados, y desde el final de la guerra fría y el derrumbe de la Unión Soviética han aparecido en Europa y en su periferia asiática otros 20 Estados. No es el caso de la nación. No hay cola por declararse nación a secas, que no es lo mismo que proclamarse nación política en un texto constitucional, salvo contadas excepciones entre las que destaca la que se da en Cataluña: "Som una nació" resuena con frecuencia en calles, plazas y foros. Si bien, qué clase de nación se es no se tiene todavía muy claro, y la peor aproximación de todas es la de definirse como "nación sin Estado", ya que además de la renuncia implícita y gratuita a la parte alícuota del Estado compartido, disminuye a la nación como contenido y sobrevalora un hipotético y tal vez innecesario continente. La sentencia del dictador polaco de entreguerras, Jósef Pilsudski -"es el Estado el que hace la nación y no la nación al Estado"- no está avalada ni mucho menos por la historia reciente. Una mayoría de los Estados surgidos en el siglo XX continúan faltos de nación (y de democracia), y muchos de ellos son, en realidad, Estados fallidos por no cumplir con los requisitos de seguridad, protección de los derechos y libertades, fomento del desarrollo, prestación de servicios esenciales..., que justifican la existencia del Estado.
La nación resiste mejor los embates de la globalización que el Estado los desafíos materiales a su soberanía
¿A quién afecta más la globalización, al Estado o a la nación? El Estado ya no es garantía de casi nada frente a la globalización. Cuando las fronteras eran poco menos que impermeables el Estado podía controlar prácticamente todos los procesos políticos, económicos y sociales que se desarrollaban en su territorio. Hoy los flujos incesantes de capitales y de información, los movimientos masivos de personas, el crecimiento exponencial del comercio mundial, la actuación incontrolable de las empresas transnacionales, los riesgos nucleares, las pandemias y el cambio climático planetario, entre otros fenómenos globales, desbordan al Estado, lo dejan a menudo en ridículo, cubierto sólo con las pompas de una soberanía agujereada por doquier. La visión de tantas viejas fronteras inútiles hace aún más patética la ilusión de establecer milagrosas nuevas fronteras. La nación, cuya principal tarea es la preservación de una singularidad sin la cual no sería ella, sino otra cosa, puede resistir mejor los embates culturales de la globalización que el Estado los desafíos materiales a su soberanía.
¿Por qué llevar a cuestas en solitario la responsabilidad del Estado cuando se dispone de un autogobierno suficiente, eficaz según quien lo ejerza y, en todo caso, mejorable, si lo que se juega la nación no es la soberanía, sino la identidad comunitaria -ser lo que se es, sin rechazar la evolución natural de toda construcción humana-, y esa identidad se defiende desde la voluntad de la nación? En Cataluña se han dado ya sobradas muestras de tal voluntad. Aciertan los que afirman que es la hora de la nación y no la del Estado, yerran los que invocan un confuso derecho a decidir, declinado en el campo del autogobierno que ya se tiene o insinuado como ariete para el logro de un Estado separado, en lugar de ubicarlo en el sediento terreno de las acciones para la preservación de la nación. Equivocarse de objetivo en el contexto de una globalización galopante puede resultar letal: de una supuesta nación sin Estado a un efectivo Estado sin nación, para ese viaje no se necesitan alforjas.
Jordi García-Petit es académico numerario de la Real Academia de Doctores.
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