De paseo por Cibeles
Hace unos años tuve la suerte de que una revista me invitara a la semana de la moda de Milán. Conociendo mi falta de prejuicios imaginaban que disfrutaría mucho de ese espectáculo que pone a Milán patas arriba, dado que cada desfile se celebra en un escenario distinto y las pelícanas, esas modelos de piernas largas y flacas, van en bandada, maquilladísimas, de un palacio a otro, para pasar como aves zancudas delante de los expertos de ceja alzada. Y disfruté. El problema fue que mi artículo, la de alguien ajeno a ese mundo, no respondía al tipo de crónica de las revistas femeninas, que se dedican, más que a criticar, a certificar, con fotos bellísimas y prolijas descripciones, cuáles serán los modelos bendecidos para la temporada que viene, tratando, eso sí, de no enemistarse con esas firmas de las que dependen. Pero esta vulgar aficionada se dedicó a escribir no sólo de lo que veía sino de lo que oía por ahí, en el graderío o en el célebre backstage (que si tal modista estaba acabado y que si tales hermanos eran unos horteras), y algunas dijeron, qué falta de respeto, qué barbaridad. Para mí fue una sorpresa; esperaba que siendo la moda un oficio que celebra la alegre superficialidad todo se encajara con un poco más de sentido del humor. Pero no, como ocurre en las artes plásticas, hay una serie de reglas no escritas pero muy estrictas que nada tienen que ver con esa pretendida libertad que todo el mundo predica. Para empezar, hay una jerarquía de entendidos que dicen esto sí y esto no y que parecen aburrirse muchísimo mientras miran las idas y venidas de las modelos. A lo mejor estarían más entretenidos en una rueda de prensa de Solbes, quién sabe.
Este año, según leo en los comentarios casi instantáneos de los blogs, hay una especie de acuerdo en afirmar que la cosa está más aburrida que de costumbre. Yo, modestamente, no soy de esta opinión. A los desfiles españoles parece que les faltaba siempre ese punto de sofisticación o de empaque que tienen los italianos o los parisienses, pero de un tiempo a esta parte van surgiendo nombres que, con solvencia y personalidad, generan en la pasarela madrileña algunos momentos de gran elegancia. Se me ocurren los nombres de Palacio, Oliva, Lemoniez, March, Duyos o Miriam Ocáriz. Son sólidos, tienen tradición y disfrutan con los tejidos. Personalmente, creo que ayudaría a realzar sus creaciones el que se peinara y se maquillara a las modelos de forma más favorecedora, pero eso, como decía Roger Salas, parece una batalla perdida. Incluso es posible que bellamente maquilladas parecieran más carnales, aunque no acabo de entender eso de pesar a las chicas como si fueran ganado. Los diábolos, para entendernos, estaban todos en las gradas, y los cilindros (¿o palitroques?) pasaban delante de nuestros ojos.
Pero los momentos más tiernos se viven en la Pasarela EGO, la de las jóvenes promesas. Se respira más naturalidad y hay amigos del alma, no colegas del famoseo. Allí me tocó al lado de la madre de un tal Ekaitz Arruti, que venía del País Vasco para ver el desfile de su criatura. Como el hijo le tenía prohibido llorar, la pobre vivía su pánico escénico, tensa, en silencio. "¡Llore, mujer", le dije, "los hijos están para desobedecerlos!".
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