Personas, partidos, elecciones
La campaña electoral en Estados Unidos está generando pasiones y movilizando gentes de tal manera que puede llegar a incomodarnos si comparamos su dinamismo con lo previsible que resulta todo en estos nuestros lares. No es en absoluto ajeno a ello la fuerte personalización de la campaña en el bando demócrata, y la conexión de las candidaturas de Obama y Hillary Clinton con precedentes tan significativos como fueron los de los Kennedy (y su capacidad de ruptura con las tradiciones anteriores, subrayadas por su final trágico), y el de Bill Clinton (cuyo valor se acrecienta al situarse como un paréntesis demócrata en un largo invierno republicano lleno de agresividad y ensimismamiento). En este sentido, la política norteamericana ha recuperado buena parte de su capacidad histórica para vincular personas y sentimientos comunitarios. Los discursos de Obama tiene resonancias de relato, de renovación de ideales que no por conocidos resultan menos atractivos en momentos en que la política española tiende a empequeñecerse, llenándose de ofertas y rebajas. En las listas de los discursos políticos con más impacto, figuran ya, junto a los de Martín Luther King o alguno de Kennedy o Roosevelt, los pronunciados por Obama en Iowa o tras la derrota en New Hampshire.
Hay que dejar de ver la política como un juego partidista e institucional para resolver la frustración
Como bien sabemos, los partidos norteamericanos no son de hecho partidos en el sentido fuerte (europeo) de la palabra. Agregan individuos, permiten grandes disonancias, y destacan más por su capacidad de articular liderazgos personales que por su homogeneidad política. Por ello las primarias resultan tan significativas, ya que permiten construir colectivamente consensos y legitimar liderazgos conjuntos, cuando en nuestras latitudes la cosa se arregla de manera mucho más opaca. Aquí los partidos están cada vez más en entredicho y no despiertan muchas pasiones, pero en cambio, o por ello, han reforzado notablemente su maquinaria de selección de élites y su capacidad de reclutamiento para las estructuras de poder institucional. Pero mantenemos entre todos, los de dentro y los de fuera, ese extraño pacto por el cual si eres miembro de un partido tienes que estar de acuerdo con todo lo que ese partido y sus dirigentes manifiestan, ya que de no ser así, inmediatamente te conviertes en disidente, corriente o escisión en ciernes. El paso hacia adelante de Walter Veltroni, postulándose en solitario para oponerse a Berlusconi y de paso dejar en entredicho a una izquierda dividida y acusada de obsolescencia, ha sido calificado por algunos como un proceso de americanización de la política italiana, ya que se pone en primer plano la persona y su carisma, antes que la ideología o las opciones de fondo sobre cómo organizar la vida en sociedad.
Hace unos días, Pasqual Maragall sorprendió a propios y extraños recordando que tiene inscrito un partido (Partit Català Europeu) y que ha estado tanteando a diversas gentes la posibilidad de activarlo ante las próximas elecciones. Y ha seguido sorprendiendo aconsejando el voto en blanco el próximo 9 de marzo. Mal deben de andar las cosas cuando Maragall propone votar en blanco y Jordi Borja en estas mismas páginas reflexionaba sobre votar en negativo, más "en contra de" que "a favor de". Entiendo que, frente a partidos que no acaban de funcionar como organizaciones para discutir y hablar de política, para debatir sobre valores y proyectos sociales, para mantener un fuerte sentido crítico sobre la propia acción política, no es precisamente una buena alternativa construir otros partidos, distintos, pero partidos a fin de cuentas, llámense Partido Democrático o Partit Català Europeu. Hemos de buscar nuevas maneras de hacer política.
Los norteamericanos vibran ante mensajes emitidos por personas, no por siglas o emanaciones de grandes opciones ideológicas. Lo significativo es la capacidad de esas personas para transportar mensajes, ideas, proyectos de futuro para la comunidad. Y lo relevante es si esos mensajes, ideas y valores resultan consistentes con la historia, el trabajo y la mentalidad de la persona que los emite. Evidentemente, cuenta también la capacidad de conectar todo ello con la historia política norteamericana y sus grandes protagonistas, buenos y malos. En España vamos cortos de liderazgos. Con talante y optimismo (Zapatero) y, aún peor, con firmeza y mala gaita (Rajoy), no podemos ir muy lejos, y ello se nota en esa política de la no política que sólo ofrece simplicidad en sus respuestas. Parece predominar más en nuestra campaña el interés por los votos más que las convicciones, y sólo la reacción antijerarquía eclesiástica o los peligros de ruptura de la unidad patria anima un poco la cosa en cada casa. Pero lo significativo es que no hay vibración alguna, no hay en el aire un sentido de proyecto colectivo que transmita ilusión.
Estos días pasados se ha rendido homenaje a Gregorio López Raimundo. El desaparecido dirigente comunista supo granjearse simpatías más allá del círculo más directo de psuqueros y comunistas de toda la vida. Y creo que ello tiene que ver con la sensación que transmitía de dignidad, de fidelidad a unas ideas y a una forma de entender la historia que, si bien le llevó sin dudas a errores y decisiones poco comprensibles a la luz de las derivas posteriores, no le erosionó esa determinación y tranquilidad segura que transmitía casi sin querer. Parece absurdo tratar de conectar las vicisitudes de Obama, Hillary, Veltroni, Zapatero y Rajoy con la figura de López Raimundo, pero precisamente lo que quiero expresar es que al final lo que entiendo que ha acabado pesando en el homenaje al desaparecido dirigente comunista, no ha sido su fidelidad al partido, su papel como secretario general, sino más bien su personalidad, una solidez y consistencia que transmitía más que sus palabras y sus decisiones. No resolveremos las frustraciones actuales de la política contemporánea si nos limitamos a verla sólo como un juego partidista e institucional. Recuperar la política significa recuperar relatos, visiones, pero también personas que las transmitan, trayectorias vitales que las representen, movimientos que las encarnen, entendiendo que no hay transformación social sin transformación personal.
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