Memorias de Ubú o no piséis a Patufet
Sé que me debo a mis (improbables) lectores, pero, muy a menudo, el expurgo y (eventual) lectura de los libros que recibo me suscitan una cierta melancolía no exenta de titilante masoquismo. Algunos me producen la misma pereza que si resultara agraciado con un apartamento en Marina d'Or en un hipotético sorteo para el que no hubiera adquirido papeletas, no sé si me explico. Hoy, por ejemplo, mientras termino las Memorias (1930-1980) de Jordi Pujol (en castellano en Destino), me pregunto sartreanamente ¿es el catalanismo un humanismo? No sé, se los juro, como diría Cantinflas. Lo que sí sé es que me he aburrido a mansalva. Tan cuidadoso es el ex President ("el político catalán más importante del último siglo", pontifica el paratexto) en su deseo de "no hacer sangre", tan previsible en sus juicios y vigilante en su discurso (hilvanado no por él, sino por el devoto Manuel Cuyàs, que ostenta un copy "por la transcripción"), tan ecuánime y contenido y, en definitiva, tan buen chico (porque de eso se trata: de contar la "historia de un muchacho que decidió servir a su país", como un concienciado Patufet, patim, patam, patum), que este primer tomo de sus memorias, que se extiende desde que su protagonista vio la luz primera hasta que recibió su inaugural investidura como President de la Generalitat, dice poco que no se supiera oficial u oficiosamente. Puede estar contento el Honorable: no le han salido xafarderias, claro que tampoco excesiva sustancia ni tensión autobiográfica y confesional. Su "revelación" de que Tarradellas fue el inventor del "café para todos" -algo que los catalanistas percibieron como artero intento de descafeinar su identidad nacional- se me antoja un mezquino pellizco de monja a la memoria de su antecesor, como también me llama la atención su irreprimible antipatía (¡en los años sesenta!) hacia los marxistas catalanes que se oponían a Franco. Su afirmación de que Jutglar y Solé Tura "sostenían que el catalanismo era una invención de la burguesía, y el catalán, el idioma de esa burguesía" es otra simplificación del pensamiento de ciertos intelectuales ("papas infalibles", llama con desdén a Sacristán y Comín) de una izquierda todavía no del todo mesmerizada por el nacionalismo, y que, sin embargo, amaba con auténtica pasión su lengua vernácula. Unos intelectuales, por cierto, que explicaban que cuando su burguesía había tenido que elegir entre sus intereses económicos y Catalunya, no había dudado en poner en la nevera su catalanismo. Claro que eran otros tiempos. O no.
Tan cuidadoso es el ex President en su deseo de "no hacer sangre", tan ecuánime y contenido y, en definitiva, tan buen chico, que el primer tomo de sus memorias dice poco que no se supiera oficial u oficiosamente
Don Camillo
Ahora que Martínez Camino y sus jefes han conseguido convertir el resucitado anticlericalismo en lo más cool (cualquier día dedicarán al asunto un monográfico en las páginas de tendencias) y vaciar un poquitín más las naves de las iglesias durante domingos y fiestas de guardar, a mí también se me resucitan en la memoria algunos episodios de aquella saga italiana de posguerra protagonizada por el párroco Don Camillo y su amigo/adversario el alcalde comunista Peppone (algunos títulos en Punto de Lectura). Ya no recuerdo si lo que recuerdo se refiere a la prosa ya casi arqueológica de Giovannino Guareschi (1908-1968), o a sus sucesivos avatares cinematográficos (especialmente los dirigidos por Julien Duvivier), protagonizados por los añorados Fernandel y Gino Cervi. En uno de ellos el sacerdote, encaramado en el púlpito de la ermita de Brescello, y en vibrante homilía acerca de las inminentes elecciones, conmina a sus fieles ("aunque la Iglesia no defiende ninguna opción política concreta") a votar a "cualquier" partido que sea "demócrata y... cristiano". Ahora una parte de la jerarquía de la Iglesia española, que tampoco se mete nunca en política (sólo orienta), parece empeñada en conseguir que los católicos se inclinen por un partido que sea más bien popular y verde y con hojas y Acebes. Así están otra vez las cosas en "este país de todos los demonios", como lo llamó en una de sus Moralidades el inolvidable tío segundo de doña Esperanza Aguirre y Gil de Biedma. Claro que a los nuevos don Camillos de impolutos alzacuellos y sonrisa oxoniense no les han sobrevivido los viejos y atrabiliarios Peppones, lo que no deja de suponer un relativo empobrecimiento del panorama general. Mientras tanto, me consuelo releyendo a Pascal, "el único cristiano lógico", según afirma Nietzsche en una carta rebosante de ego enloquecido incluida en Nietzsche, un ensayo sobre el radicalismo aristocrático, de Georg Brandes, que acaba de publicar Sexto Piso, una editorial indie cuyo logo es un suicida (supongo) arrojándose al vacío desde esa altura de un edificio. Quizás a mí, que también vivo en un sexto, se me pase por la cabeza hacer lo propio si Don Camillo regresa triunfante el 9 de marzo con cuatro años de radiante porvenir.
'Chinoiseries'
Un soleado domingo de 1981, Rafael Conte se refería en Libros -el supplementum antecedens de Babelia- a Belver Yin, la novela que un desconocido Jesús Ferrero acababa de publicar en Bruguera, como una de las más importantes de los últimos diez años. No era la primera vez que el crítico zaragozano, uno de los más influyentes en el último tercio del siglo pasado, conseguía que me movilizara para leer inmediatamente uno de aquellos libros que ponderaba de modo tan apodíctico. Lo cierto es que Belver Yin tenía muy poco que ver con la narrativa que entonces se escribía en España. Y eso que novelas como La verdad sobre el caso Savolta (1975), de Mendoza, o Visión del ahogado (1977), de Millás, por citar sólo dos de las que me habían impresionado, ya se habían encargado de señalar que algo estaba cambiando en el modo en que la generación de la "nueva narrativa", que había aprendido a utilizar mejor su lengua (y su imaginación) leyendo, entre otros, a los latinoamericanos del boom, se planteaba su relación con un mercado harto de socialrealismos y experimentos. He recordado por puro mimetismo aquella chinoiserie de Ferrero -un original pastiche de aventuras e intriga amorosa, cual novela bizantina de nuevo cuño- mientras leía El perfume del cardamomo, de Andrés Ibáñez (Impedimenta), un estupendo volumen de "cuentos chinos" breves (y brevísimos) de un narrador que se siente como pez en el agua pulverizando las fronteras entre lo que llamamos realidad y ficción. Y que ha asimilado de sus frecuentadas lecturas orientales esa "capacidad de los poetas chinos de hace dos mil años para inventar imágenes frescas y vibrantes y para mirar el mundo con los ojos y no con la mente". Y eso es precisamente lo que transmiten al lector estos relatos en los que el melancólico homenaje a un modo de contar se atempera con un punto de inteligente ironía distanciada. -
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