Insultos
Canonizan los insultos por la mañana, en la radio, y luego la gente los va repitiendo, en los taxis, en los bares, y hasta en los duelos. Los últimos insultos que escuché los puso Gabilondo en su informativo de Cuatro, y tuvieron como destinatario al alcalde de Sevilla, Alfredo Sánchez Monteseirín, en el curso de la ceremonia que marcaba los diez años de un doble asesinato terrorista en Sevilla, del que fue víctima un matrimonio ligado a la política municipal, ambos del Partido Popular. Los insultos que escuché, y que fueron acogidos con el estoicismo del caso por el edil sevillano, no fueron distintos a los que se oyeron por la mañana en la radio, aunque aquí fueron de tono aún mayor: tenían como destinatario al presidente del Gobierno, y en el argumentario —que se repite como la morcilla de la que hizo poesía Ángel González— se afirmaba que Zapatero sigue negociando con ETA. Lo que la señora de las imágenes le gritaba al alcalde seguía al pie de la letra lo que pudo escucharse desde el amanecer.
Así que sigue funcionando esa Triple A de la que en algún momento habló Felipe González para explicar cómo se amplificaban en España los insultos. Ahora, además, no sólo estamos en tiempo de insultos sino, también, en tiempo de silencio. En el telediario de Milá, en La Uno, vi las ahora famosas imágenes de Esperanza Aguirre, la presidenta regional madrileña, diciendo que su consejero Lamela, el que amplificó la denuncia anónima contra Montes y sus colegas médicos de Leganés, no tenía nada que decir con respecto a lo que ahora dice la justicia contra lo que él decidió. El silencio de Lamela, como su denuncia, tiene una cómplice mayor en Aguirre; su apelación al silencio contrasta con la rapidez con la que ella tantas veces dispara cuando advierte que los demás no merecen ni su piedad. Despiadada con los otros, tiene algodones de silencio para los suyos, pero a veces el silencio impuesto se convierte en un griterío que la va a acompañar, como en un calvario, hasta que ella o Lamela se expliquen.
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