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Columna
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Salude a la recepcionista

Leí hace poco esta anécdota que es real: la leí con nombres y apellidos, pero los olvidé pronto, porque no conocía a los protagonistas. El presidente de una gran compañía entra en la sede de una de las sucursales; le recibe el director local, que le dice: "Vamos a saludar a la recepcionista", y le acompaña hasta el mostrador de la chica que atiende la puerta y el teléfono, le presenta y charlan unos minutos sobre temas banales, como el estado del tráfico por la mañana. Cuando se alejan del mostrador, el director local dice al presidente: "La recepcionista es la imagen de la empresa. Ella habla durante un solo día con más gente importante -proveedores, clientes, incluso altos directivos de otras empresas- de la que usted o yo nos encontramos en un año".

Hay virtudes al alcance de todos, como saber alabar las cosas buenas de los demás y darles las gracias

Buena lección. Probablemente, estaremos de acuerdo en que el presidente era la persona más importante de la empresa. Pero la telefonista era la que transmitía la imagen y la cultura de la organización. Y muchas cosas importantes dependían de que ella transmitiese esa imagen agradable o molesta, alentadora o fría y cortante. Y esto dependería, probablemente, de cómo se sintiese tratada dentro de la empresa.

Bien, me dice el lector: pero es probable que el director local estuviese pensando en los beneficios, no en la recepcionista. Puede que sí, pero es probable que una telefonista inteligente tarde muy poco tiempo en darse cuenta de que aquel buen trato no es trigo limpio. Cuentan de Groucho Marx (¿o fue Mark Twain?) que afirmó una vez: "El secreto del éxito está en la honestidad y en el trato justo. Si puedes fingirlos, lo conseguirás". Sospecho que no.

Me parece que ya he hablado alguna vez al lector de Southwest Airlines, una aerolínea de bajo coste que rompió los esquemas -y la rentabilidad- del sector, hasta el punto de que fue la única que no tuvo pérdidas después de la crisis provocada en el sector por los atentados del 11-S. El presidente de Southwest solía presentarse a las cuatro de la mañana en los hangares de reparación de los aviones, para pasar un rato con los técnicos. ¿Para controlarlos? No: para transmitirles, sin palabras, el mensaje de que ellos eran importantes para la empresa, de que su trabajo merecía el aprecio de todos. Uno se da cuenta enseguida de si el jefe ha venido a controlar: el interés no se puede fingir.

Bien, me vuelve a decir el lector, pero seguramente él también pensaba en los beneficios. Sí, claro. Los seres humanos nos movemos por muchas motivaciones al mismo tiempo: queremos un trabajo que nos motive, y un buen sueldo, y oportunidades de carrera, y aprender, y pasarlo bien... y ayudar a los demás, y sabernos útiles, y contribuir a una sociedad mejor... Es lógico que el presidente se preocupe del beneficio, pero esto no excluye que se preocupe también, y muy sinceramente, del tráfico matutino con que se encuentra la recepcionista y del frío que pasan los mecánicos.

En definitiva, cuando el presidente habla con la telefonista, debe preguntarse: ¿por qué le interesa esto a ella? Porque lo importante no es lo que le preocupe a él, sino lo que le interese a ella. Claro, ella debe interesarse por las cosas de la empresa, pero el presidente debe explicarle por qué eso es relevante para ella; debe pensar en lo que a ella le interesa y tomar ocasión de eso para hacerle ver por qué lo que ella hace es importante para la organización. A esto se le llama pensar en los demás y es una buena manera de dirigir. Mejor: es la única manera de dirigir. Leí también hace tiempo una frase de un poeta: "La gente olvidará lo que dijiste, incluso olvidará lo que hiciste, pero jamás olvidarán lo que les hiciste sentir".

El director local de la primera empresa y el presidente de la segunda eran accesibles, tenían respeto a las personas, y eran humildes, una virtud que rara vez valoramos en un directivo o incluso en otras personas. En una cena de negocios, le preguntaron una vez al presidente de Colgate-Palmolive cuál era el secreto de su éxito. Contestó con seguridad: "Es muy fácil. Procuro que nada creativo o importante que yo haga o que haga la empresa pueda aparecer como una idea mía". Probablemente, no es esto lo que esperaríamos de un alto directivo de una multinacional.

Hay más virtudes al alcance del que dirige y, en definitiva, de todos nosotros. Por ejemplo, saber alabar las cosas buenas de los demás y darles las gracias. De nuevo puede ser una estrategia, pero sonará a falso si no está basado en el convencimiento de que los demás, todos sin excepción, merecen respeto y admiración, porque son buenos, mejores que nosotros, al menos en algo concreto. Con eso, les invitamos a participar, a aportar, a ser útiles... y esto, de nuevo, les beneficia a ellos y a nosotros. Y contribuye a hacer una sociedad mejor. ¿Vamos a probarlo?

Antonio Argandoña es profesor del IESE.

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