El rey Arturo y la fragilidad de los escritores
Mi edición del maravilloso libro de John Steinbeck Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros (Edhasa, 1979) incluye un apéndice espeluznante: un puñado de cartas que el novelista envió a Elizabeth Otis, que fue su agente literaria durante más de treinta años, y a Chase Norton, su editor. La obra de Steinbeck es una reescritura de los mitos artúricos y está basada principalmente en Morte d'Arthur, el famoso texto clásico publicado póstumamente en 1485 y escrito por sir Thomas Malory, un personaje atrabiliario que estuvo preso por robo y violación pero que, quizá por eso mismo, dedicó su vida literaria a cantar el ideal de honor caballeresco. El libro de Steinbeck también se publicó de manera póstuma, como si el rey Arturo impusiera ese peaje terrible, y además se trata de un texto inacabado. De un simple borrador. Deslumbrante y espléndido, pero un borrador. Y lo verdaderamente terrible del libro no es una imaginaria maldición artúrica, sino el drama que podemos entrever a través de las cartas recogidas al final del volumen.
Los meses iban pasando y las cartas muestran su pelea con el texto, sus dudas, su emoción cuando creía estar en el buen camino. Y, de pronto, el hachazo
En agosto, patéticamente, empezó a pedir que le mandaran bolígrafos de repuesto, como si fuera un problema de la herramienta; y en septiembre abandonó su Arturo
Steinbeck (California, 1902-Nueva York, 1968) comenzó a documentarse para el libro de Arturo en 1956, cuando tenía 54 años. Recorrió bibliotecas, archivos y abadías y se lo leyó todo sobre el tema. En las cartas incluidas en el apéndice y enviadas durante ese periodo a Norton y Otis, se aprecia que el escritor estaba entusiasmado y que perseguía un ambicioso proyecto que retumbaba de manera confusa en su cabeza. No quería hacer una mera adaptación de los mitos artúricos al gusto lector contemporáneo, no pretendía realizar una simple traducción al inglés moderno, sino que aspiraba a poder reescribir esos viejos temas como leyendas vivas, es decir, dotarlos de toda su magia y su maravilla, recrear su capacidad simbólica y onírica, reinventar lo legendario en el siglo XX. Una apuesta arriesgada.
Al fin, después de reunir toda la documentación posible, Steinbeck empezó a redactar el libro en julio de 1958. Los meses iban pasando y las cartas muestran su pelea con el texto, sus dudas, su emoción cuando creía estar en el buen camino. Y, de pronto, el hachazo. Una carta fechada el 13 de mayo de 1959, y dirigida a la vez a sus dos interlocutores, nos permite saber que Steinbeck les había enviado el borrador de una primera parte. Y que la respuesta no había sido buena: "Tus comentarios [se refiere a su agente] y prácticamente la ausencia de comentarios de Chase con respecto a la sección que te envié (...) Mentiría si declarase que no quedé asombrado. Sufrí un impacto. (...) Es natural que busque argumentos en mi defensa o en defensa del trabajo que estoy haciendo. Ante todo quiero declarar que espero ser lo suficientemente profesional como para que el impacto no me paralice (...) Nunca les dije cuál era mi plan, quizá porque yo estaba tanteando el camino. Puedo aducir que ésta es una primera prueba sin corregir, cuyo propósito es establecer el estilo y el método, y que los deslices y errores serán eliminados, pero eso no basta...". Y así hasta el infinito, en esa larga carta y en las siguientes. Cartas acongojadas, doloridas; en ocasiones, rara vez, brilla un pequeño desplante orgulloso ("no intenté escribir un libro popular, sino un libro permanente. Debería habéroslo dicho"), pero, por lo general, el tono es el del niño cuyo trabajo ha sido masacrado por los profesores: es un borrador, no me he explicado bien, haré lo posible por mejorarlo... Y a últimos de mayo, poco antes del fin, un grito desesperado: "¡Creo en esto, qué diablos! Hay en lo que hago una impensable soledad. Debe haberla!".
Lo cierto es que el proyecto estaba herido de muerte. Todavía intentó seguir escribiendo ese verano, como la persona que sufre un grave accidente a caballo y luego aún monta un par de veces antes de dejarlo para siempre. Pero en agosto, patéticamente, empezó a pedir que le mandaran bolígrafos de repuesto, como si fuera un problema de la herramienta; y en septiembre abandonó su Arturo. Como él se temía, el impacto le paralizó. Y, sin embargo, Steinbeck tenía 57 años y era un autor consagrado: tan sólo tres años más tarde, en 1962, obtuvo el Nobel. ¿Qué más se necesita para confiar lo suficiente en uno mismo? En 1965, tal vez algo más seguro de sí tras el premio sueco, se atrevió a retomar el trabajo, si bien extremando la prudencia: "Creo que tengo algo y estoy muy entusiasmado con eso, pero voy a cubrirme no mostrándoselo a nadie hasta que haya completado una buena parte. Si me parece mala, la destruiré. Pero en este momento no me parece mala. Extraña y diferente, pero mala no". Quizá no tuvo suficientes agallas, o no dispuso de la energía necesaria, o le faltó tiempo: Steinbeck murió en 1968 y su Arturo nunca fue terminado.
Pocos años después de su fallecimiento, esa agente literaria y ese editor que se habían mostrado tan reticentes publicaron el texto inacabado. En el apéndice epistolar no están incluidas las críticas que ellos le hicieron, pero es evidente que quien tenía razón era el autor. Aunque irregular como todo borrador y, sobre todo, abruptamente cortado, Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros es una joya, un libro hipnótico que te transporta a un mundo fabuloso que es a la vez muy nuevo y muy antiguo. Realmente fue una pena que las críticas truncaran toda esa potencia. En aquel terrible mes de mayo, Steinbeck escribió a su agente en una carta: "Acaso trato de decir algo que es inexpresable o algo que excede mis capacidades (...) Acaso no sé de qué se trata, pero lo presiento. Y, si me equivoco, mi equivocación es realmente colosal". Su único error fue dejarse herir por unas palabras tontas y no confiar en su atinada intuición de grandeza. Esta poca cosa somos los humanos.
Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros. John Steinbeck. Edhasa. 360 páginas. 10 euros. La muerte de Arturo. Sir Thomas Malory. Prólogo de Carlos García Gual. Siruela. 2 volúmenes. 458 páginas. 50 euros.
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