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Reportaje:LOS ELEGIDOS

Los grandes clásicos de la televisión

Muchos creen que el mejor cine ha encontrado un refugio en la pequeña pantalla con las series, pero no es un fenómeno nuevo. Éstas son las 16 mejores de la historia

Marcos Ordóñez

Los vengadores, 1961

Que levanten la mano todos los baby boomers de los sesenta que sintieron el primer cosquilleo de Eros vía televisiva gracias a Diana Rigg, en arte Emma Peel, la pasmosa heroína de Los Vengadores. Vale, vale, no vayamos a provocar un tsunami: la combinación de cuero negro, humor inglés y sensualidad marcial es un cóctel difícilmente superable. Y no era la única alquimia gloriosa de la serie: Brian Clemens y Sidney Newman, dos perversos polimorfos, revolucionaron el folletín de espías inyectándole surrealismo pop, gatos asesinos y plantas carnívoras brotando a la hora del té. Cualquier cosa podía pasar en Los Vengadores. Y pasó: aquella sofisticada demencia abrió la puerta a piraduras lisérgicas como El Prisionero y a nuevas superagentes, como la suculenta Tara King, que relevó a miss Peel en la noble tarea de avivar a los púberes de los setenta.

Rumbo a lo desconocido, 1963

Un dato histórico: el 9 de marzo de 1965 entra la televisión en mi casa. Se colocan sillas, se avisa a los vecinos y devoramos, por la cara, un selecto programa doble. Primero un peliculón: Beau Geste. Y, al anochecer, muy apropiadamente, La piedra lunar. Nada que ver con Wilkie Collins: va de monstruos espaciales. La pantalla temblequea. Una voz cavernosa anuncia: "Su televisor no está estropeado. Nosotros controlamos la transmisión". Tiemblo con los ojos como platos: es la presentación de Rumbo a lo desconocido(The outer limits), una de las series más terroríficas de la historia. Virus mutantes, criaturas con seis ojos, casas malditas. Ángulos expresionistas, iluminación tenebrosa, guiones impecables (e implacables). La inventaron Joe Stephano, el guionista de Psicosis, y Leslie Stevens, que se forró con Champagne Complex.

Jim West, 1965

Michael Garrison, un genio olvidado, escribió ochenta episodios de Jim West, que comparte con Los Vengadores y El agente de Cipol el podio de las tres mejores series de espionaje y fantasía de la historia. Su "concepto" era tan simple como espectacular: Bond en clave de western (o viceversa). Jim West, agente secreto a las órdenes del presidente Grant, recorría la América de 1870 en un tren privado junto a su colega Artemus Gordon, experto en disfraces e inventor de artefactos inverosímiles: un cruce entre Mortadelo y el profesor Q de Ian Fleming. Ambos se enfrentaban a supervillanos emperrados en dominar/destruir el mundo libre, pero el Moriarty de West era el diminuto doctor Miguelito Loveless (gran nombre, voto a bríos). La cancelaron en 1970, tras seis gloriosas temporadas, por "excesivamente violenta". Eran otros tiempos.

Retorno a Brideshead/i>, 1981

Yo Claudio llegó primero, en 1977, y era estupenda, pero Retorno a Brideshead ha quedado en la memoria como la gran adaptación literaria inglesa. Cierro los ojos y recuerdo mil detalles de Brideshead: la tristeza irremediable de Charles Ryder (Jeremy Irons), la jovial desesperación del pobre Anthony Blanche, la ferocidad de las clases altas bajo la capa de glamour (los esbirros del fascista Mosley rompiendo huelgas a bastonazos), y que el osito de Sebastian Flyte se llamaba Aloysius. Y el episodio veneciano con Stephane Audran, y el lentísimo tempo en el transatlántico viaje de bodas, con barco y pasaje flotando en nieblas paralelas, y la muerte de Lord Marchmain, el estelar Olivier. Cuando leí la novela me pareció, ay, inferior a la serie. Que San Evelyn Waugh me perdone.

El detective cantante, 1986

Dennis Potter (1935-1994) fue el gran revolucionario de la televisión británica. Todas sus series abordan (y bordan) el contraste entre una realidad opresiva y la escapatoria a través de la imaginación. El detective cantante (1986), su primera obra maestra -olvídense del espantoso remake con Robert Downey Jr.-, es pura autobiografía desollada: su álter ego, el novelista Philip E. Marlow (genial Michael Gambon), enfermo de psoriasis artrítica, alucina y transforma a quienes le rodean (y a sí mismo) en criaturas de un musical policiaco. Otras muestras de su arte fueron Pennies from Heaven (1978), Lipstick on Your Collar (1993) y el tándem testamentario Karaoke/Cold Lazarus (1993), que escribió dopado de morfina y consumido por un cáncer de páncreas al que llamó "Rupert", postrer escupitajo a su archienemigo, el magnate Murdoch.

Los Simpson, 1987

¿Qué decir de Los Simpson que no se haya dicho? Matt Groening y James L. Brooks retomaron el concepto de Los Picapiedra (una comedia de situación dibujada) y lo amplificaron en círculos concéntricos: una familia, un barrio, una ciudad, un mundo, una saga. Los protagonistas no crecen, pero a su alrededor proliferan secundarios, personajes invitados, noticias y parodias salvajes de la actualidad. Todo cabe, hasta, cosa insólita en una serie de animación, la muerte: nos quedamos a cuadros cuando palmó la mujer de Ned Flanders. Como todo quisque conoce a Homer & cía, reseñemos aquí cinco secundarios de oro: 1) Ralphie, el angélico hijo del jefe Wiggum; 2) el borrachuzo y eructante Barney Gumble; 3) Smithers, el lacayo del señor Burns; 4) el taimado Actor Secundario Bob y, 5 (y 5b) las temibles hermanas gemelas de Marge.

Twin Peaks, 1990

Hacía mucho, demasiado tiempo, que no sentíamos verdadera adicción por una serie. En los noventa las cadenas todavía emitían los episodios de uno en uno y era un acontecimiento reunirnos para ver Twin Peaks y nos mordíamos las uñas hasta la semana siguiente. Buscábamos bares de montaña que sirvieran café recién hecho y tarta de fresas, y decíamos "las lechuzas no son lo que parecen" o "pregúntale al tronco". Ellas, entre tanto, querían aprender a anudar rabos de cereza con la lengua. Nunca nos creímos el mito de que la segunda temporada "bajaba". Exonerados del "quién lo hizo", Lynch y Frost fueron más libres que nunca. El mal sin nombre se reencarnaba, se multiplicaba, como en la vida. Tras el tremendo final ("¿acaba así?"), caminamos por las calles como hormigas a las que han pisoteado el hormiguero.

Seinfeld, 1990

El otro día me enteré de que el personaje de Elaine, la novia de Senfield en la ficción, estaba inspirado en Mónica, la hija del escritor Richard Yates, y en realidad había sido pareja de Larry David, el co-creador (¿se dice así?) de la serie, que, a su vez, era el modelo de George Constanza. Jerry Senfield se interpretaba, más o menos, a sí mismo, como ahora hace Larry David en Curb Your Enthusiasm (véase), y Kramer... bueno, ése venía de otra galaxia. Con Friends, Seinfeld fue la gran serie cómica "de grupo" de los noventa, y la alegría de muchos anocheceres grises. Nueve temporadas insuperables, que desmienten el tópico de "una serie sobre nada": su ebúrnea y muy hebraica arquitectura cómica era hija directa de Sid Caesar, Carl Reiner y The Dick Van Dyke Show.

Fraisier, 1993

Si se combinaran las tramas de Wodehouse con el ingenio de George Kauffman saldría algo muy parecido a Frasier, la mejor comedia televisiva de finales del siglo XX: puro lenguaje de los dioses. En todos los registros: mejor dibujo de personajes, mayor cantidad de frases brillantes por minuto, un timing de cortar el hipo y unas tramas talladas en platino iridiado. Ayer por la noche volví a ver Daphne prepara la cena y volví a caer de rodillas: no se pueden montar más y mejores enredos en veinte minutos. O el episodio en que Frasier se finge gay: Billy Wilder en estado puro. Nacida como un spin-off de Cheers es la única serie en la que todos sus personajes hubieran podido generar series individuales. Quizás en un universo paralelo ya se están emitiendo Niles, Lilith, Martin, Roz o Bulldog Briscoe.

El ala oeste de la Casa Blanca, 1999

Llevamos demasiado tiempo asumiendo que explorar el lado oscuro de la gente es más sugestivo que celebrar sus cualidades. Aaron Sorkin no nos habla de un mundo real sino de un mundo posible. Su eterno tema, desde Sports Night a la incomprendida y maravillosa Studio 60, es la fuerza del equipo. En El ala oeste de la Casa Blanca, una peña de creyentes en un futuro mejor trata de hacer realidad aquel Camelot que ni los Kennedy lograron conseguir (¡qué digo los Kennedy! ¡Ni los padres fundadores!) bajo el lema constitucional de "Algunos hombres buenos". Título, por cierto, de su primera obra teatral y su primer guión. Algunos hombres buenos (el clan de Josh Bartlet) luchando cada día, por supuesto, para vencer sus propios demonios. En El ala oeste hay didáctica sin sermón, comedia y drama, Shakespeare y Hawks.

Los Soprano, 1999

David Chase había escrito series de culto (The Night Stalker, The Rockford Files) pero se tiró años en el dique seco hasta que pudo colocar Los Soprano en la HBO: un cruce entre Goodfellas, de Scorsese, y Honor Thy Father, de Gay Talese. Y, contra todo pronóstico, un clásico instantáneo: guiones de hierro, interpretaciones sublimes, verdad pura, talento a espuertas. Cada episodio, un peliculón. Adoré esa serie pero, ahora que nadie nos oye, me cansé. Me superó ese infierno. Las últimas temporadas eran asfixiantes. De dolor, de agobio, de locura, de maldad químicamente pura. No se inventó la palabra empatía para esta pandilla. Y cuando la había te partía el corazón: el episodio de tío Junior en el manicomio. Chase no engañaba a nadie: "Ya os dije que eran mala gente que camina y va apestando la tierra. ¿Qué esperabais?".

El show de Larry David, 2000

El show de Larry David (sosísimo título español para Domina tu entusiasmo -Curb your enthusiasm-, el sarcástico original) es una de las más egregias muestras del embarrasing humour, la comedia basada en la vergüenza ajena, que comparte concepto y tratamiento casi documental con la británica (y ahora también americanizada) The Office, otra cima o, para el caso, otro despeñadero. Larry David radicaliza la premisa de Senfield: narrar el aparente "nunca pasa nada" de la vida diaria de su guionista, un judío neoyorquino en Los Ángeles, tocahuevos y metepatas, pero a veces con más razón que un santo de palo. La serie, cosida a mano con alambre al rojo, es pura mecánica cuántica: una frase a destiempo, una obsesión neurótica, un equívoco banal, provocan gigantescos desastres.

A dos metros bajo tierra, 2001

El público aguantó mejor la extrema violencia moral de Los Sopranos que la muerte omnipresente de A dos metros bajo tierra (Six Feet Under). Normal: a nadie le gusta que le recuerden el final de la película. Cocinó tan arriesgada mixtura otro talentazo, Alan Ball, aunque su guión de la megamisógina American Beauty no hacía concebir grandes esperanzas. En España la emitieron a una hora pésima, y tras Las chicas Gilmore: como juntar a Ambrose Bierce con Enyd Blyton. Enormes personajes, sobre todo los femeninos: Ruth y Claire Fisher, Brenda Chenowith, y la vitalísima Bettina de Kathy Bates. Sin embargo, la ordalía del pobre Nate en las últimas temporadas era excesiva e inmerecida. Y ya no hablemos del terrorífico episodio de su hermano David y el autoestopista psicópata. Esperen a la despedida: uno de los mejores finales jamás escritos.

The Wire, 2002

Otro regalazo de la HBO: The Wire (literalmente, "la escucha", pero también "la red") es una serie balzaquiana que vincula todos los estratos sociales de Baltimore a través de las investigaciones de un equipo policial que no sólo se ha de enfrentar a las redes del narcotráfico y la corrupción sino también a sus conexiones políticas y las trabas burocráticas y judiciales. Concebida como una "novela visual" por el periodista de sucesos David Simon, el espíritu de Renoir ("todos tienen sus razones") impregna a unos personajes redondos y complejos, sin el menor cliché, rebosantes de autenticidad. Diálogos como latigazos, escenas con metrónomo incorporado, actores tan desconocidos como superlativos, y unas tramas a caballo entre Henning Mankell y el mejor Sidney Lumet, que en la segunda temporada alcanzan cotas de altísima grandeza trágica.

Perdidos, 2004

Otra serie que va directa a la vena. ¿Quién iba a pensar que J. J. Abrams, que debutó con la babosa Felicity, podría sacarse de la manga la entretenidísima Alias y la catedralicia Perdidos, ese insólito hermanamiento entre Verne y Bioy Casares? Las primeras entregas fueron un gran slalom de enigmas, pero la tercera nos dejó rendidos de admiración: ¡ah, el episodio de las premoniciones de Desmond! ¿Y la narración de la adolescencia del malvadísimo Ben Linus? ¿Y la aventura submarina del rockero Charlie Pace? ¿Y la sublime pirueta espacio-temporal que cerró la temporada? No, no contaré más: puede que alguien aún no la haya visto. Adoremos, pues, momentos anteriores: el encuentro de Hugo Hurley Reyes con su mismísimo SuperYo tiránico en el manicomio o la épica muerte de Mister Eko.

Prison Break, 2005

Prison Break es la serie que esperábamos los que tenemos La gran evasión entre nuestras pelis de cabecera. Pero no todo pasa entre barrotes: astutamente, Paul Scheuring alterna la acción carcelaria con una trama "externa" de conspiración política. Los episodios exhalan el gozoso aroma del serial por entregas, velocísimo y con constantes giros de la trama. Los hermanos Scofield, el condenado y el rescatador, son dos grandes protagonistas, rodeados de una constelación de secundarios memorables: el viscoso carcelero Bellick, el gánster con visiones religiosas, el inteligentísimo y despiadado psicópata T-Bag, o el sicario Kellerman, agente secreto de la Presidencia que se reencarnará en el atormentado federal Mahone. La Fox rechazó sus guiones por "anticonvencionales" y sólo reconsideró su decisión tras el éxito de Perdidos.

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