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Columna
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Gallardón

Aguirre es la cólera del cemento y Gallardón, la sal de aluminio que ha subido la tensión

Nota preliminar: A mí lo que me pedía el cuerpo era hablar sobre el efímero autor de la letra del himno nacional, Paulino Cubero, reina por un día y balón de fútbol para los restos, como él mismo se definió en la entrevista que Antonio Jiménez Barca le hizo hace unos días para la contra de este periódico. Me lo pedía el cuerpo porque me lo pedía el alma, pero, la verdad, no está el horno para pajas.

Preámbulo: yo también lo vengo diciendo desde hace mucho tiempo. (Como si fuera tan difícil vaticinar lo que estaba más cantado que el Tristán e Isolda que el alcalde se perdió en lo que ya se conoce como la noche de la humillación. No estaba de humor para más dramas).

Al grano: a nadie se le escapa ya que el PP ha optado por su línea dura. Pero por si a alguien se le había escapado lo que significa la línea dura del PP, ellos mismos nos lo están demostrando con todo lujo de detalles. La línea dura del PP es reaccionaria y nacionalcatólica, lo que la corrección política denomina ultraconservadora. O sea, unos fachas. Es una línea que siempre ha vivido con ellos, porque son ellos, pero más o menos agazapada en sus pretensiones de transmitir una imagen neoliberal, de derecha civilizada y centrista, aunque patéticamente universalista (no olvidemos aquellos pies de Aznar sobre la mesa del rancho tejano y aquel mechón al viento de las Azores). No nos lo creíamos, claro está, pero ellos lo intentaban porque necesitaban despistar para mantener o acceder a los votos de esa clase de derecha y de ese tipo de encaje de bolillos que es el centrismo. No nos lo creíamos porque la línea dura se les ha visto siempre por debajo, como cuando, de forma indeseable pero inevitable, asomaba la combinación por el borde de un uniforme de la Sección Femenina. La línea dura del PP era el recio cimiento sobre el que se erige el edificio del partido, y quedaba a la luz cada vez que la aluminosis ablandaba pilares y fachadas. Digamos que, en Madrid, Aguirre es la cólera del cemento y Gallardón, la sal de aluminio que ha subido la tensión por las arterias escleróticas de esa estructura.

Diagnosticado el mal, han decidido cortar por lo sano. Pero en el pecado llevan la penitencia y les va a salir el tiro por la culata. Porque será peor el remedio que la enfermedad. Peor para ellos, quiero decir, dado que al resto le han puesto en bandeja lo que antes ocultaban bajo las faldas de la mesa camilla y del vestido talar. La ofensiva viene de atrás pero ha alcanzado el paroxismo en la movilización de los obispos y demás comulgantes, en los atentados antiabortistas y en el sacrificio de Gallardón. A cara descubierta, para quien no los tuviera fichados, están cometiendo el peor error político, el de echar piedras sobre su propio tejado. Sin nada que ocultar, su verdad desnuda es que son los mismos fachas de antaño, sin calibrar que aquél es un antaño que no deben recuperar si aún aspiran a un éxito que trascienda sus filas. A mí, como es natural, me regocija que se la peguen (aunque mientras se la están pegando no se les mueva un pelo de la barba: el máximo emblema de esa imperturbabilidad fue aquella Esperanza que descendía sonriente de un helicóptero despanzurrado), me reconforta, digo, su torpeza política, pero no deja de sorprenderme. Pues la sal de aluminio de Gallardón era la única vía de futuro con la que cocinar semejantes ingredientes.

De hecho, ni siquiera hemos sabido nunca qué narices hacía Gallardón en ese partido. Principalmente, por dos razones: una, que no le querían, y es difícil entender que alguien permanezca donde no es bienvenido, por más intereses que le impulsen; y otra, que él no es un facha. Es, evidentemente, un hombre de derechas, un liberal; es un pijo, un jesuita; es, si quieres, un cínico, un prestidigitador. Pero no es un facha. Se le ha acusado de populista, de político del espectáculo. Y lo es. Pero, puestos a preferir, es preferible un populista, un derechista moderado, un político templado y culto a un violento iletrado, como los que ordenan intervenir policialmente las clínicas de interrupción del embarazo. Será cínico, pero casa a amigos gays, ha asumido las críticas frente al proyecto de remodelación del eje Prado-Recoletos, sabe quién es Bertolt Brecht y tiene la modestia intelectual de reconocer su valor. Aunque sólo tenga ésa, esa modestia. Por eso, que no es poco viniendo con las siglas que venía, gusta a sus adversarios políticos. Pero no le perdonarían que nos dejara Madrid con la vergonzosa posibilidad de sucesión de Ana Botella, que es como la mano negra de Aznar mórbidamente apoyada en la rodilla temblona de Rajoy.

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