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Columna
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Días de trueno

En el concello de Dodro hay más pilotos kamikazes que en una película de Steve McQueen

No hace mucho tiempo paseando por los idílicos paisajes de las brañas de Laíño advertí que uno de los peligros de la especie humana más preocupante no era la lenta extinción de los sapos y las becadas, de los tejones y los patos silvestres que pueblan aquellos encantadores cañaverales, sino los trompos que aquel descerebrado piloto caído del cielo empezó a hacer por el camino de tierra a pocos metros desde donde yo habría jurado encontrar el paraíso.

Suelo caminar como el paseante solitario de Rousseau por aquellos parajes, que los más viejos del lugar han bautizado ya como ruta del colesterol, tratando de olvidar la cicatriz urbana y la lacerante contaminación acústica que soporta mi sistema nervioso en Madrid, pero he entendido que esto de la globalización tiene una lectura demasiado perversa: en el concello de Dodro hay más pilotos kamikazes que en una película de Steve McQueen, aquel mítico protagonista de Bullit que acuñó el legendario aserto de "Vive deprisa. Muere joven". No fue la última vez que ante mis propios ojos ocurrió el fenómeno. Varias veces los hijos de Indianápolis me demostraron la teoría del trompo en esas improvisadas rotondas que sólo conducen al progresivo descerebramiento de la especie.

Algunos pilotos han fallecido y otros se han llevado por delante animales y otros congéneres o están para siempre en una silla de ruedas, pero el motor ruge en cada telediario y aquí entre Fernando Alonso y Jorge Lorenzo se echa por la borda los miles de millones de las campañas de la Dirección General de Tráfico. Ocurre incluso en las cimas de los sagrados montes del Barbanza, cuando te encuentras pastoreando la mirada entre Salvora y San Vicente, adivinando en lontananza si aquello que ves es Cabío o Caragueiros. De repente te sube un ruido por la espalda y aparece el fenómeno: un sujeto vestido de pinchadiscos a lomos de un quad que confunde la ría con el circuito de Estoril.

Así que la cosa se está poniendo de análisis clínico: ahí donde antaño pacían los caballos bravos de la montaña ahora sólo se ven las aspas de los molinos de viento y los quad. De la corredoira al circuito en menos que canta un gallo.

Manuel García y su esposa Dolores Iglesias se encontraron de frente con el fenómeno hace dos fines de semana en Vigo y fallecieron en el acto. El fenómeno Audi y el fenómeno BMW iban lidiando su propia batalla de la potencia cuando uno de ellos salió despedido de la pista (casi como Hamilton) y se los llevó de O Calvario al otro barrio. Coletas y Makelele se encuentran en la prisión provincial pensando quizás en quién ganó la apuesta. Gran parte de la ciudad de Vigo está indignada pero asiste impávida a este renacimiento del circuito urbano.

En esta sociedad tan paternalista todos pensamos quién tiene la culpa de todo esto. Tanto lo pensamos que hemos tardado en denominar "homicidio" a estos "accidentes de tráfico". Tanto lo pensamos que no vemos delito en ir a 160 kilómetros por hora dentro del casco urbano. Tanto lo pensamos que soportamos con indulgencia que Dios se nos aparezca con la funda de piloto y la marca de un banco en el circuito de nuestra última hora. Y sigue sin pasar nada.

La gente pide mejores carreteras para correr más, no para llegar antes. La gente del ruido y la furia sigue atribuyendo la mortalidad al estado de la pista. Y aquí nadie dice nada sobre los héroes (Alonso, Pedrosa) y las tumbas (Manolo y Dolores), sino que la sociedad asiste impávida a esta fase del videojuego: no son muertos, son marcianitos que desaparecen de la pantalla y vuelven al principio de la partida. Vivimos una época en la que es cada vez más difícil separar los contenidos de la realidad con las producciones de la ficción, una era del simulacro donde todo tiene que tener su reality-show para ser contado. Los modelos de imitación son infinitos, pero todos llevan al mismo paradero: unos minutos de celebridad, una sobredosis de adrenalina, una carrera hacia la fama. Es lo mismo O Calvario que Gran Hermano, Montmeló que las brañas de Laíño .

Todo puede ser una pista de pruebas ideal para la demostración del fenómeno: más caballos de potencia, menos gramos de inteligencia. O lo que es lo mismo, el tuning como arte supremo de la estética moderna. El discurso ha pasado enteramente a la apariencia y los nombres de la tribu son los nombres de la guerra. ¿Quién ganará la estúpida carrera: el fenómeno A o el fenómeno B?

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