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Precampaña electoral 9-M
Columna
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Asilos y conventos

Da la impresión de que el PP ha sacado la calculadora del cajón y de que no le salen las cuentas. Se mira las costuras, se da cuenta de que tiene agujeros y rajaduras por todas partes y de que, sin advertirlo, va perdiendo votos por las esquinas. Después de mandar a Gallardón al exilio y de colocar bajo palio a esa facción que tanto huele a casa sin orear trata de convencer inútilmente a sus acólitos de que aquí no pasa nada y de que aún existen posibilidades de ganar por asalto la Moncloa, pero se les nota cierto falsete en la voz y es difícil evitar la sospecha de que ni ellos mismos confían en sus propios arrestos.

Lejos quedan aquellos años del ejército sin fisuras, donde una derecha que dedicaba débilmente guiños al centro de la circunferencia se presentaba en forma de bloque cerrado, rotundo y unánime bajo la dirección de un líder al que no le temblaba el bigote. Abusando seguramente del esperpento, que es un ingrediente imprescindible en toda campaña electoral, Rubalcaba describía el otro día la reunión de Rajoy en la calle Génova con la presidenta y el alcalde de Madrid, sus Hansel y Gretel particulares, y lo presentaba inquieto en su asiento, casi sin escuchar las protestas de los niños malcriados que peleaban delante de su mesa, abandonando cada dos por tres el despacho con la excusa de una indisposición. Y no porque padeciera cistitis (Rubalcaba dixit), sino porque debía consensuar las decisiones a tomar con una voz que le hablaba desde el teléfono móvil, la voz del pasado, la voz de los años de hierro, la disciplina y el camino único.

La escena puede resultar propia del chiste burdo, pero retrata una situación real: la incapacidad del principal dirigente de la oposición para enderezar las cosas y evitar que las criaturas que tiene a su cargo la emprendan a sopapos unos con otros y se tiren de los pelos en pos del mismo juguete. Y es posible que el votante detecte que para presumir de la capacidad de poner orden en un país es necesario no tener la salita convertida en una leonera.

Hemos sabido que la filial de los populares en Sevilla ha emprendido una campaña de SMS entre sus integrantes con el fin de animarles a reclutar votantes en conventos y geriátricos. Lo dicho: ante la fuga masiva de apoyos hay que buscar por cualquier rincón, debajo de las alfombras o en las oscuridades de los trasteros. Fletar, incluso, autobuses o conducir en coches particulares a religiosas y ancianos hasta las urnas para que los achaques o la vida contemplativa no interfieran en el ejercicio de sus derechos democráticos. La iniciativa se presta a la caricatura y podría cobrar tintes de chirigota de caer en boca de Rubalcaba o de otras lenguas bífidas de la facción rival: vista de lejos recuerda a una película de Berlanga, a esas prácticas no demasiado higiénicas tan en boga en el siglo de los caciques, y casi despertaría pesar si no moviera antes a la compasión. Mal se aviene el intento de presentar un partido moderno, con perspectiva de futuro, que mira con decisión a los retos del mañana, con la idea de recabar sustento entre aquellos que viven apartados del mundanal ruido, para quienes la vida se reduce a un recuento de las glorias pasadas o rezos en un claustro hasta el que no llega el fragor de las preocupaciones cotidianas. Supongo que es una forma de asegurarse, de contar con la adhesión de quienes no prestan demasiada atención a las trifulcas mediáticas y nada saben de defenestraciones, del bloque que se hizo añicos, del dragón feroz al que salieron varias cabezas y se muere de hambre porque ninguna de ellas permite comer a las demás. Asilos y conventos, y no universidades, asociaciones de vecinos, sindicatos ni centros comerciales; sin querer, el PP se ha retratado a sí mismo y ha dibujado una panorámica de lo que espera del porvenir.

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