Publicidad y audiencia
He leído que, con la intención de mejorar la televisión pública, se propone, entre otras medidas quizá más sofisticadas, reducir los espacios de publicidad. Me parece un error. Hemos llegado a una situación en la que lo más refrescante de nuestros programas es la publicidad y lo que, sin confesarlo, justifica muchas horas de audiencia. Con algunas excepciones, que luego tendré que referir sumariamente, el público ve la televisión para "perder el tiempo", para "descansar", para rellenar el tiempo reclamado por la pereza y el aburrimiento. Y los anuncios están hoy configurados para ese objetivo: son procesos visuales con argumento mínimo, imágenes de una encantadora belleza frívola, tan frívola que a menudo se olvidan incluso de subrayar el producto que se intenta promocionar. Son, por lo tanto, escenas sin objetivo que no requieren ningún esfuerzo mental porque no permiten ni siquiera memorizar el nombre del recóndito producto. Una anécdota chistosa sobre un perro ansioso de airearse y la pereza de un dueño absurdamente imaginativo, anuncia un producto farmacéutico para combatir el resfriado del cual sólo recordamos el bombardeo sistemático de "lean las instrucciones de este medicamento y consulten al farmacéutico". Una bella modelo ausente y distraída o una imposible y seráfica carretera más desnuda que la modelo anuncian un coche cuya marca nunca recordaremos. De una clínica estética, de unos paños higiénicos, de unas burbujas de cava o de unos perfumes con marcas que parecerían francesas si no se pronunciaran con acento yanqui, sólo conservamos la imagen erótica de las y los modelos. Una estética que ya ni siquiera se propone ser útil comercialmente y se abstrae en la repetición hipnótica al servicio del entretenimiento o de la somnolencia reconfortante. Ya sé que todo ello responde a las nuevas teorías publicitarias y que técnicos conspicuos filosofan sobre la eficacia de unas imágenes independientes de las características del producto. Mejor así. Ojalá sigan equivocándose para que el público pueda disfrutar de sus alardes estéticos sin tener la mala conciencia de ser demasiado poseídos por la mecánica del consumismo.
Si nadie lo corrige, la televisión se situará en el marco del cansancio y de la absoluta inutilidad social
Lo peor es que si se redujeran los minutos dedicados a los anuncios, se ampliarían los dedicados a los soporíferos concursos de adivinanzas preescolares con presentadores de petulancia hortera, a las repetitivas noticias meteorológicas, a los "ecos de sociedad", a las lloriqueantes recomposiciones de parejas errantes, a las malas y anticuadas películas, empeoradas por la reducción de las interrupciones publicitarias. Es decir, las consecuencias serían incluso negativas. Porque la mejora de contenidos de la televisión no se alcanzará con el truco fácil de la prohibición de elementos secundarios, sino con el difícil empeño de la ampliación y densificación de las escasas líneas que funcionan bien y que pueden ser la base para una política sólida de información y de instrucción pública. Aunque hasta aquí sólo he mencionado paisajes feos y depauperantes de nuestra televisión, podría hacer el elenco paralelo de programas minoritarios pero de calidad consistente -sobre todo en la televisión catalana pública- que sólo necesitan mejor atención y mayor intensidad, horarios más accesibles no supeditados a la arbitrariedad inculta de los coeficientes de audiencia, es decir, a la vulgarización masiva. Una televisión que no fuera exclusivamente un refugio para el cansancio y el aburrimiento. Habría que evitar la simplicidad repetitiva de los noticiarios completándolos con amplios y solventes comentarios políticos y culturales a cargo de especialistas de alto nivel que añadieran opinión a la información, atribuir al programa cinematográfico un papel histórico y de actualidad experimental, ampliar las agendas con calificaciones valorativas, poner en primera línea los documentales científicos de mayor alcance, adoptar los grandes reportajes internacionales, programar conciertos con objetivos claros, hacer de la lectura crítica la columna vertebral del programa. No tenemos la pretensión de dar ahora las bases de una mejora integral de la televisión. Es una tarea compleja y un tema ligado a la política cultural que quiera adoptar cada partido. Y en cualquier caso, será difícil mantener la excelencia pedagógica si seguimos atados al mito de la proximidad populista mal interpretada. Pero, mientras esto no se consiga, es mejor que nos dejen con la vacuidad de contenido de la estética de la publicidad.
Un síntoma interesante es que, según dicen, la audiencia de la televisión se está reduciendo, vencida por las horas de descanso doméstico destinadas a Internet y sus derivaciones, donde la oferta de programas es mucho más amplia y flexible y donde es más fácil encontrar informes y comentarios posiblemente útiles -e incluso más divertidos-. Vamos a ver si, por ese camino y si nadie lo corrige a tiempo, la televisión ya no tendrá remedio y se situará definitivamente en el marco del aburrimiento y el cansancio, en el de la absoluta inutilidad social. Ni siquiera los anuncios la salvarán.
Oriol Bohigas es arquitecto.
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