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El Museo de Bellas Artes muestra al público en Bilbao las 192 obras que ha adquirido en los últimos seis años. La exposición tiene un largo y jugoso recorrido estético. A nuestro parecer, éstas son, entre otras muchas, las obras que merecen destacarse: los espléndidos óleos de Vicente López y Federico de Madrazo, fechados en 1840 y 1854, respectivamente; las dos piezas de pequeño formato de Zamacois de 1868 por su alarde de refinada factura; la sobria y potente escultura en bronce de Jacques Lipchitz, de 1915, que se mueve en términos cubistas camino de la arquitectura; el lienzo de Luis Fernández Corrida de toros, de 1940, que imprime todo el horror de la guerra civil española, siguiendo el desgarrador ejemplo del Guernica de Picasso,...
También vale mencionar la escultura de cemento de Jorge Oteiza, de 1951, correspondiente a la etapa figurativa de Aranzazu; el óleo de Pablo Palazuelo, fechado en 1955, con su geometría desplegada hacia una energía dinámica, o la escultura de hierro, de 1956, de Eduardo Chillida, que viene a ser una de las primeras propuestas por hacer posible la convivencia entre lo estático y el movimiento.
Alrededor de veinte años después, Amable Arias pintó dos óleos de gran formato que llevan por título De lo invisible I y De lo invisible II. El primero de ellos es una sobria e inerte abstracción en rosas, que da paso a un segundo lienzo donde la mano improvisa duendecillos, redes y rizos gráficos de mágico deleite. Una gozada visual. Como disfrute visual encontramos en el cuadro de Juan Mieg, de 1995, un rompecabezas sumamente sugerente y armónico, que bien podía titularse "el alma se serena".
Me parecen excelentes las adquisiciones de los óleos del estadounidense R. B. Kitaj y del inglés Peter Blake. Lo mismo cabe decir del espectacular conjunto escultórico del artista británico John Davies.
De los artistas más cercanos de nuestro entorno, destaca el surrealizante óleo de Vicente Ameztoy, buscando siempre refugiarse en la cueva -fondo primigenio de su existencia o útero materno-, a través de los cloroplastos de los órganos de las plantas. Con la Naturaleza muerta de la granada, Juan José Aquerreta demuestra el fervor que profesa por el mundo monacal propuesto por el italiano Giorgio Morandi. En el enorme lienzo de Alfonso Gortázar, de 2002, el pintor despliega su cómica ironía mediante casuchas destartaladas y ciertas risibles nubes hijas y nietas del disparate. Daniel Tamayo consiguió realizar un tríptico lleno de formas y colores ritmado todo trepidantemente. La obra parece igual de viva ahora que cuando la pintó en 1981.
Finalmente, prestamos atención a cuatro artistas de la llamada nueva escultura vasca. Las cinco esculturas de Ángel Bados acreditan una sorprendente originalidad. Son obras cargadas de sutil simbología, piezas fascinantes, enigmáticas. Txomin Badiola se mueve entre el constructivismo y su inducción contraria, trufado todo ello por un acertado empleo del vídeo en una suerte de manejo sabio de los materiales y, sobre todo, del tiempo. Se percibe un óptimo refinamiento que viene de la interacción del color en el haber de Pello Irazu, junto a la ambivalencia de la obra en la que construye y deconstruye el espacio habitable.
Las cuatro obras de Juan Luis Moraza parecen gestadas para llamar la atención como meta máxima: choque visual, ocurrencia conceptual. Cada una quiere ser distinta a la otra; lo contrario sería impensable para su autor. Aunque es probable que posean en común un previo y largo discurso teórico, quizá podían llegar a valorarse más si existiera un freno de mano interior dispuesto a neutralizar la exageración en la que se ven implícitas.
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