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Columna
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Villa y patria

El nombre de España se pronuncia en estas concentraciones como onomatopeya de disparo

Un señor de León y otro de Pontevedra ocuparán los primeros puestos en las listas electorales de Madrid de los dos partidos con más opciones de triunfo en los próximos comicios. Ciudad de los nacionalismos imposibles y comunidad por exclusión, Madrid es tierra de nadie y tierra de todos, cancha neutral en la que juegan políticos de las más diversas procedencias autonómicas sin que nadie les pida denominación de origen, ni siquiera una mínima demostración de arraigo en la comunidad a la que aspiran a representar. La mayor parte de los candidatos de Madrid serían tildados en otras autonomías de cuneros o paracaidistas, hijos putativos adoptados por unas siglas. En Madrid son mayoría los políticos foráneos residentes que hablan de Madrid como si no fuera con ellos, como si Madrid no fueran ellos, como si no tuvieran nada que ver con esa ciudad política, con ese Estado "centralista" al que ellos sirven, representan y denuestan. En cualquier comunidad autónoma, en unas más que otras, el origen y el arraigo de los candidatos se examina con lupa y se reproducen puntualmente las polémicas entre los políticos de casa y los que "Madrid", siempre Madrid, impone en las listas. Para el candidato madrileño no es ni de utilidad, ni de recibo, proceder de una antigua familia de Lavapiés o del barrio de Salamanca, demostrar un arraigo de varias generaciones en Móstoles, o haber visto la primera luz del día en los aledaños de la Puerta del Sol. La bandera y los emblemas de Madrid están recién estrenados y no han sido, ni parece que vayan a serlo, protagonistas, ni siquiera testigos, de hechos heroicos ni de alardes de patriotismo; la enseña de Madrid está exenta de sangre, sudor y lágrimas y sus novísimas estrellas no inspiran elevados sueños de gloria, sino la confortable sensación de encontrarse en un hotel de paso, o de acogida. "Como fuera de casa en ninguna parte", era el lema del humorista gallego, Julio Camba, recluso voluntario durante años en un prestigioso establecimiento hotelero de la capital.

La bandera de las siete estrellas no ondea en las manifestaciones ciudadanas, nadie se descubre respetuosamente a su paso, nadie la jura, ni jura por ella, y sobre todo nadie le canta himnos para acunar a las masas. El himno de Madrid es fruto de una ironía del presidente inicial, Joaquín Leguina, que le encargó la letra a un poeta, lingüista y filósofo anarquista, Agustín García Calvo, que en uno de sus poemarios ya había expresado su falta de disposición y voluntad para escribir himnos motivadores y cantables. Me tranquiliza y conforta esta falta de ardor guerrero y de entusiasmo patriótico, ya andamos servidos y sobrados por estas latitudes de banderas, bandos y banderías, tantas veces refugio de bandidos, pues, como escribiera el doctor Jonson, el patriotismo es el último refugio de los canallas.

Puede que, entre las motivaciones, más o menos encubiertas, de la próxima conmemoración del bicentenario del 2 de mayo de 1808 por parte de nuestras autoridades, figure la de incrementar el patriotismo madrileñista, de capa caída después del Motín de Esquilache, aunque reverdecido en la lucha contra las tropas napoleónicas. Toda celebración patriótica se hace contra alguien, contra el invasor, el extranjero, el otro. Sólo en un país cainita como éste hay una estirpe capaz de celebrar el triunfo en una guerra civil y fratricida.

Casi nada en el monte es orégano y el hueco que ha dejado el patriotismo madrileño, sin himnos, ni banderas, lo ocupa, o aspira a ocuparlo, el patrioterismo global de la España, ya no indisoluble, sino inmutable, que exhuma de sus apolillados armarios la derecha más rancia del país para sacarlo a pasear por las calles.

Las banderas españolas, constitucionales, preconstitucionales y con el racial toro de Osborne, no se enarbolan, se esgrimen, y el nombre de España se pronuncia en estas concentraciones como una agresiva onomatopeya de disparo. Y entre consignas y jaculatorias, banderas y alzacuellos alzados, hay quien marea la perdiz para ponerle letra a la música del himno nacional con fines tan patrióticos como deportivos, y el resultado de tan peregrina y pedestre iniciativa resulta al fin una cutre y patética paráfrasis del felizmente olvidado himnario de Pemán. Los túneles del tiempo siempre desembocan en la oscuridad de la caverna.

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