Una conversación
Un hombre mayor y otro mucho más joven se reúnen para conversar noche tras noche hacia la misma hora, a lo largo del mes de agosto en Madrid, en 1995. El mayor es un maestro en el arte al que lleva dedicando su vida entera; el joven, a los treinta y tantos años, está en el principio vigoroso de su propia plenitud, ya con una segura experiencia pero todavía con mucho más porvenir que pasado. Es probable que admirara al maestro desde los años juveniles en los que se decidía su vocación: todavía agradecerá lo que cada una de las conversaciones nocturnas tiene de cumplimiento de un sueño, asombrado de que uno de los héroes de su adolescencia sea ahora su compañero en este trabajo con el que se gana la vida. Conversan largamente cada noche sin decir apenas una palabra. Conversan en privado, como en voz baja, aunque hay otras personas delante, que guardan silencio o murmuran, que se vuelven invisibles al principio de la conversación y al final irrumpen en ella con un estallido de aplausos. En un club de Madrid el hombre joven toca el contrabajo acompañando a su maestro pianista, que en realidad no es tan viejo, pero que parece mayor por culpa de la enfermedad. Hay algo que el discípulo joven no podrá aprender de él, que le enseña tanto, y que en lugar de dominarlo con su experiencia y su talento le da confianza en el suyo al mostrarle su estima generosa: no aprenderá a circular por el mundo de sombras en el que su maestro ha vivido desde que nació; no podrá saber cómo es la conciencia asidua de la muerte cercana, que el hombre mayor lleva ahora consigo, porque está enfermo y no le queda mucho tiempo de vida, exactamente dos años.
En el agosto ya lejano de 1995 Tete Montoliu y Javier Colina tocaron juntos cada noche en el Café Central
En el jazz el contrabajo actúa como la sombra en la pintura, el fondo sonoro sobre el que se eleva el solista
Un disco de jazz es una cápsula de tiempo, un resplandor de presente, porque capta lo que ha sucedido una sola vez
Episodios de aquel encuentro, fragmentos de aquella conversación llegan hoy a nosotros, que hubiéramos querido estar presentes mientras sucedía. En el agosto ya lejano de 1995 Tete Montoliu y Javier Colina tocaron juntos cada noche en el Café Central. No ensayaban. Tal vez se ponían de acuerdo en la lista de las canciones que iban a tocar, o ni siquiera eso, uno de los dos tanteaba el preludio de un standard y el otro lo seguía con la complicidad instantánea de los músicos de jazz, lo acompañaba, sugería una variación, cambiaba el ritmo o emprendía de improviso una nueva línea melódica, y entonces el que había sido la sombra del otro saltaba a la plena luz y el otro se replegaba al acompañamiento. En el jazz el contrabajo actúa como la sombra en la pintura, el fondo sonoro y el cimiento sobre el que se eleva el solista. Pero el jazz es una música igualitaria, un relato poliédrico en el que cada personaje distingue su individualidad con la misma eficacia con que se sumerge en el grupo, un juego de voces en el que cada una, acompañando a las otras, fundiéndose con ellas, tiene también su momento para alzarse sola.
El jazz es el monólogo de un artista solitario y una conversación tan rica y tan intensa como la de un grupo de cámara: también, muchas veces, es el diálogo de dos presencias, la conversación reducida a sus dos únicos interlocutores necesarios, que es en el fondo la versión civilizada de aquellos duelos legendarios de la edad de oro, entre los años treinta y los cincuenta, los cutting contests que en el curso de una sola noche podían hundir un prestigio y levantar una leyenda. Por los clubs y los teatros de una ciudad se corría la voz de que había llegado a ella un músico nuevo y joven, dispuesto a desafiar a un maestro establecido. Una noche de 1933, en un club de Kansas City, Lester Young desafió y venció al cabo de muchas horas al gran Coleman Hawkins. De Roy Eldridge cuentan que iba con su trompeta en el estuche igual que esos pistoleros de los wésterns que ya no encuentran a nadie tan insensato o tan diestro que se atreva a disputarles su solitaria primacía.
En su vida errante por los clubs de Europa y de América Tete había tocado con algunos de aquellos maestros: probablemente había sentido en su presencia una emoción semejante a la que experimentaba Javier Colina al tocar junto a él. El diálogo de cada noche se prolongaba hacia el pasado, como la sucesión de las voces que transmitían los relatos orales antes de la escritura. Escuchaba a Tete y a través de su manera de tocar estaba remontando el curso de un río en el tiempo que lo llevaba a los clubs de Harlem en los que reinaba cada noche con su virtuosismo y su velocidad Art Tatum; viajaba hacia Minton's, donde a principios de los años cuarenta espejeaban en la sombra las gafas oscuras de Thelonious Monk, que estaba inventando por su cuenta un nuevo idioma para el piano; revivía otros diálogos, otras complicidades entre pianistas y contrabajistas, la claridad y la sombra, el blanco y negro del teclado que es también el de la fotografía que mejor supo retratar aquel mundo: Duke Ellington tocando con Ray Brown, Bill Evans con Scott LaFaro, que hacía sonar el contrabajo con la delicadeza y la flexibilidad de un piano, y que se mató en un accidente de tráfico a los 25 años.
Un disco de jazz es una cápsula de tiempo, un resplandor de presente y presencia, porque capta, aunque se grabe en estudio, lo que ha sucedido una sola vez. En este caso una presencia doble: el hombre joven, pleno de talento, ansioso de experiencia; el maestro ciego al que le quedan dos años de vida y que se irá despidiendo de ella con la autoridad sobrecogedora de quien sabe que va a morir y actúa como si fuera a vivir siempre. Hay grabaciones memorables de los últimos conciertos de Tete Montoliu en el Palau de Barcelona y en el Teatro Real de Madrid -el hombre solo en su ceguera, en su conciencia de la muerte, solo con el piano y con los fantasmas de los muertos que invoca al tocarlo- pero a mí me emociona de una manera más próxima este disco recién aparecido que se grabó aquel verano del Café Central. Escucho su diálogo con Javier Colina y puedo imaginar que estoy entre el público callado y atento del que los dos se olvidaban. Tete podía tocar con la deslumbrante riqueza rítmica y melódica de Art Tatum, pero al componer adoptaba la austeridad de Monk: escuchando esa contenida declaración de amor, T'estimo tant, me acuerdo del músico raro y afable con el que conversé alguna vez, de su presencia a la vez aislada y atenta, lejana y cordial. Queriendo escribir uno buscaba entonces a sus maestros y por fortuna los encontraba no sólo en la literatura, no especialmente en ella. Desde la lejanía de los años que hace que murió Tete Montoliu toca T'estimo tant y Javier Colina se queda quieto junto a él, acompañando apenas, aprendiendo, igual que yo dejo de escribir sin darme cuenta y escucho inmóvil y absorto hasta que acaba la canción y regreso al presente. -
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