Sexo prescindible
El rebuscado título de la serie Californication huele a porno con pretensiones, pero la promoción que hacen de ella trata de venderla con la sofisticada etiqueta de escritor de éxito aquejado de sequía imaginativa que se autodestruye. Eso sí, ciego de copas y follando cantidad con todas las tías buenas en las que deposita su desesperada aunque irresistible mirada. Para prevenir a la morbosa audiencia de que en la televisión convencional ya no existen restricciones, mojigatería, tabúes ni censura respecto a la realista y liberadora llamada de la carne, arrancan con una monja rubia haciéndole una mamada al angustiado pavo. Más tarde descubrimos que esa piadosa felación sólo ocurre en el mundo onírico del atormentado semental, pero el transgresor objetivo está cumplido, la previsible clientela puede frotarse las manos. Por supuesto, el sexo es simulado y light, la audacia tiene límites.
La protagoniza David Duchovny, aquel señor hierático de Expediente X. Se supone que entiende profundamente a su personaje de Californication, ya que declaró haber recibido tratamiento por su adicción al sexo (¿desde cuándo esa afición tan sana y gozosa lleva el estigma de la enfermedad?), pero su experiencia no le convierte forzosamente ni en un actor aceptable ni en el seductor objeto del deseo que pretenden en vano los esforzados guionistas. Como siempre, el único erotismo convincente y atractivo que me ofrecen las series de televisión lleva el sello de la impagable HBO. El resto son cebos sin gracia.
Hace tiempo que el porno no me pone. Ni me molesto en indagar si existen nuevas diosas. El encuentro con la misa de los viernes en el Plus casi siempre es casual y desganado. A falta de imágenes potentes, queda la imaginación. Era prodigiosa la de los espectadores que se asomaban a ese calentón sin estar descodificados, palpando a las gimnastas del sexo en medio de rayas y bruma.
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