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Elecciones en España: lo que está en juego

En un país avanzado, pese al alboroto de los políticos durante la campaña previa, en unas elecciones generales no hay mucho en juego. Habida cuenta de su estabilidad política, social y económica, ¿qué es lo que se puede modificar? Bien mirado, poca cosa, sobre todo si se compara con los lógicos afanes de cambio que suele haber, por causa de la pobreza, en los países en vías de desarrollo.

Con su renta per cápita anual del orden de los 22.000 euros, España es, o debería ser, un país avanzado. Sin embargo, no se sabe si por el peso del pasado o por falta de solera democrática, presenta rasgos singulares que hacen que en las próximas elecciones estén sobre el tapete asuntos importantes. Esos asuntos no son ni la política económica, ni la social, ni la antiterrorista, ni la exterior, ni la territorial, puesto ¿qué es lo que cabría cambiar en ellas? Nada o casi nada, por más que oyendo a unos y otros pudiera parecer que la alternativa es opulencia o miseria, prestaciones sociales miríficas o cicateras, auge o declive de los terroristas, presencia o menoscabo de España en el mundo, unidad o ruptura de la patria. Todo ello, excuso decir, sin que se corresponda con realidad alguna.

El PP debe moderarse para ganar las elecciones dentro de cuatro años
Es deseable que las elecciones inciten al PSOE a mejorar su labor de gobierno

El modelo socioeconómico no va a cambiar un ápice, pues no existe sustituto. La propiedad y la iniciativa privadas, garantizadas en los artículos 33 y 128 de la Constitución, obviamente seguirán igual. El papel del Estado tampoco variará. El gasto público continuará, más o menos, en el mismo nivel. Lo que sí podrá hacerse, a juzgar por los anuncios preelectorales, será reducir los impuestos directos, lo que entrañará, aunque eso no se diga, un incremento de los indirectos. Tal cosa es muy poco progresista, por más que, curiosamente, los socialistas también lo propugnen.

Las prestaciones sociales, en particular las que se dirigen a los más desfavorecidos, aumentarán algo, gane quien gane, puesto que medidas por el rasero europeo son más bien bajas. En cualquier caso, parecería obligado que los programas electorales indicaran cómo cuadrarían las cuentas si se cumplieran las promesas. No es seguro, sin embargo, que se haga cosa tan elemental. Como tampoco, probablemente, se detallará por nadie algo esencial, a saber, cómo se piensa mejorar una economía que como la española avanza aprisa pero con desequilibrios e insuficiencias que pueden acabar en un parón.

En política exterior, pese a los aspavientos del Partido Popular, no habrá la menor modificación en la práctica. Se seguirá participando activamente en la Unión Europea, se mantendrán las buenas relaciones con Estados Unidos, sin que haya tenido consecuencias el enfado del por lo demás decaído presidente Bush ante la acertada retirada de las tropas españolas de Irak, y respecto de América Latina no habrá muchas novedades, pues nadie puede pensar seriamente en romper puentes con la Cuba castrista o con los gobiernos populistas.

En política antiterrorista nada se puede hacer que no se haya hecho ya. La ilegalización de ANV no parece que vaya a acelerar la desaparición de ETA. Es muy cierto que causa una justificada irritación que se eluda el deber elemental de condenar unos asesinatos, ¿pero no es una de las posibles vías para el abandono de la violencia el que los abertzales se convenzan de que respetando la democracia y participando en las instituciones pueden defender sus ideas? En todo caso, con ANV legal o ilegal, la lucha policial y judicial contra los terroristas seguirá como hasta ahora, a la espera de que algún día se produzca la disolución de ETA, lo que seguramente exigirá alguna negociación, gobierne quien gobierne.

En política territorial tampoco habrá cambios. Si el Tribunal Constitucional no decide lo contrario, el Estatuto de Cataluña y los demás seguirán su curso, y los gobiernos que vengan tendrán que seguir bregando con la consolidación del Estado de las Autonomías donde no parece que haya solución mágica para lograr una difícil coexistencia eficaz, equitativa y ordenada de nacionalidades y regiones.

¿Qué es, entonces, lo que se va a dirimir en las próximas elecciones generales? Aunque, por lo dicho, no lo parezca, algo muy importante, tan importante que toca nada menos que a la raíz misma de la democracia. Para que ésta funcione es menester, claro está, que haya la posibilidad de una alternancia en el poder, por lo común entre la derecha y la izquierda. Pero, ¿qué es lo que ocurre si una de ellas no está capacitada para gobernar? ¿No fallarán, en tal caso, los fundamentos mismos del sistema? Según el PP, esto es, la derecha, el Gobierno de izquierdas ha sido un desastre sin paliativos en sus políticas antiterrorista, exterior, territorial, religiosa, de inmigración, sobre la familia. Tanto yerro sólo tendría una explicación y es que la izquierda, por su naturaleza sectaria e ignorante, no puede gobernar bien y no debería tener nunca el poder, del que hace tan mal uso. Eso, huelga decirlo, no es lo que se piensa en los demás países avanzados, donde por mucho que se critiquen entre sí, izquierda y derecha se aceptan y se respetan.

Lo que no hacen es descalificarse continuamente, que es lo que ha hecho en los últimos cuatro años el PP. Tan disparatada es esa actitud que, sin duda con miras a las elecciones, ha recogido velas e intentado moderarse, aunque como la inercia es grande, hay dirigentes y medios de comunicación que ya no saben ejercer una crítica civilizada. El mal que se ha hecho, en cualquier caso, es grande. En un país con una historia como la nuestra, con enfrentamientos en el pasado que fueron a muerte, es imperdonable volver a alzar barreras contra la convivencia. Tan imperdonable es que sólo por ello los populares no se merecen ganar las elecciones del 9 de marzo. No es que los socialistas lo hayan hecho todo bien. El Gobierno ha pecado de ingenuo en política antiterrorista, de precipitado en política territorial, de vacilante en política social, de triunfalista en política informativa. Pero premiar por ello a una derecha tanto tiempo instalada en la incivilidad no sería bueno. Si se comprobara que da fruto la descalificación permanente del gobierno de turno, ¿no se vería tentada la izquierda, si pasara a la oposición, a adoptar la misma actitud? ¿No sería malo para el país que prosiguiera la situación actual, sólo que al revés, con un Rajoy como presidente enfrentado con movilizaciones casi continuas y tildado a todas horas de retrofranquista, homófobo, integrista, xenófobo, belicista, anticatalán, antivasco, antiecologista?

Todo ello por descontado que sería falso, como falso ha sido lo que se ha dicho del presidente Zapatero y de su Gobierno durante toda la legislatura que ahora acaba. De producirse tal situación, se ahondaría la brecha entre derecha e izquierda y acabaría en entredicho el progreso mismo, demostrando con ello que somos un país políticamente poco desarrollado.

En suma, hay que desear que las elecciones obliguen a unos a centrarse y moderarse para ganar dentro de cuatro años e incite a los otros a mejorar su labor de gobierno. Y, desde luego, impulse a todos a tratarse con el respeto y la tolerancia que son de rigor en un país avanzado.

Francisco Bustelo es profesor emérito de Historia Económica en la Universidad Complutense, de la que ha sido rector.

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